Diario de Mallorca

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Cuando yo era niño, el mar no reflejaba ni la expresividad de la gran ola de Katsushika Hokusai ni la calma perfecta, metafísica, del horizonte en una fotografía de Hiroshi Sugimoto. La cultura es una experiencia adquirida, mientras que la infancia es una experiencia intuitiva, sin más mediación que unos ojos que miran por primera vez el rostro de la vida. Era ese mar, surcado por los veleros y los llaüts, del cual amenazaban con surgir los monstruos marinos que latían en la oscuridad sin raíces de su fondo; y eran también las horas de playa, interminables quizás porque en la niñez no rige el tiempo, donde nos tostábamos de arena, de sol y de sal. El mar por supuesto era entonces el verano, del mismo modo que el invierno era la nieve de los cuentos, las partidas de cartas junto a la chimenea y los partidos de fútbol en los carruseles radiofónicos de las tardes del domingo. Recuerdo que pensaba que, si la muerte había de llegar, llegaría en invierno, como la niebla, las casas cerradas, el tintineo de la lluvia en la noche, las prisas de los profesores, el mundo adulto que se recoge en torno al humo. No sabía -¿cómo iba a saberlo?- que la muerte acaece todos los días y que la luz del mar no nos preserva de las heridas que abre el paso del tiempo en nuestro cuerpo. No sabía entonces -¿cómo iba a saberlo?- que el paraíso de la infancia lo ilumina sólo el recuerdo, al igual que el arte sólo es verdadero cuando nos remite a una belleza cuyo centro no nos pertenece del todo, puesto que reside muy lejos de nosotros.

Cuando era niño esas cosas no las pensaba, claro está. El mar tampoco eran las vacaciones, ya que lo tenía siempre a mi disposición. No representaba un límite geográfico, ni desempeñaba el papel de una cárcel imaginaria, como más tarde adivinaría en la adolescencia. Ni tampoco constituía todavía el espacio de una sensualidad clásica con rasgos griegos, poblado de pasiones humanas, sino algo mucho más primario que anuncia discretamente la profundidad de los colores y de los sentidos. Al atardecer, a veces salía a pescar en barca con mi padre, bajo la vastedad de un silencio que no he vuelto a encontrar. Era el tiempo embalsamado de la vida, no de la muerte. Yo quería perderme en la línea del horizonte, aunque nunca nos alejábamos tanto como para dejar de ver la orilla: una cuestión de seguridad, me decía mi padre. La prudencia es tener siempre algo sólido a mano, no ceder al señuelo de un espacio sin referencias.

Son ideas que no pensaba entonces. En efecto, la cultura es una experiencia adquirida; al igual que la vida se adensa reflexionando sobre lo que nos ha constituido, incluido el paisaje. Para un insular, el mar representa el principio y quizás también el final: define el área de juego, nuestras posibilidades, el carácter húmedo de la arquitectura, la sensualidad y la esperanza de las gentes. Con diez o doce años, escuchaba las voces de los marineros en el puerto, anotaba las banderas de los barcos; al llegar la noche, sonaba un jazz desconocido para mí en la cubierta de un velero. Mi padre me dijo que el patrón era un músico alemán. Años más tarde me ofreció ser su grumete. Le contesté que no con la cabeza. Por algún secreto motivo sabía que el mar, su belleza inconcebible, nunca me pertenecería.

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