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Quitar, tener y dar

Las mujeres jóvenes de mi familia practican entre ellas y con asiduidad ritual el hurto de ropa y complementos de toda especie. Cada sustracción va seguida de su correspondiente pesquisa y denuncia sonora y terminante, compuesta de ademanes que expresan un encono feroz y realmente sincero, aunque de breve recuerdo.

Se trata de crisis cíclicas que ponen en aprietos a cualquiera desconocedor de los rituales de sustracción, reprobación y venganza que parecen regir las relaciones fraternas. Tal vez sea porque en la sociedad familiar subsiste latente aquel estado de naturaleza anterior a la institución de la propiedad, en el que toda posesión está disponible para el resto, sin que los alegatos a la propiedad tengan fuerza vinculante, pese a la sinceridad letal de las amenazas. Obviamente, la práctica recurrente de tales sustracciones, de ordinario limitadas en su duración al uso ocasional de la prenda, genera toda clase de prácticas de ocultación y disimulo de las nuevas adquisiciones. Sin embargo, tales tretas solo consiguen intensificar el clima de acecho constante y general, al objeto de conseguir que la sustracción alcance su clímax: el tótem supremo de la usurpación de la primicia sin estrenar. La crisis consiguiente alcanza una intensidad máxima que, tras una convaleciente tregua, da paso al reinicio cíclico de ocultaciones, sustracciones y venganzas que conforman el eterno retorno de la emotividad familiar.

Se comprenderá que en semejante contexto, produjera la mayor perplejidad el hecho de que una participante en las descritas prácticas, declarara en público y en voz alta que acababa de adquirir una prenda que dejaba a la vista y al alcance de todos en su frágil envoltura de papel: se trataba de un regalo destinado a una tercera ajena al clan familiar, y cuya sustracción haría recaer toda clase de infortunios sobre la culpable.

Aunque las predicciones no podían ser optimistas, lo cierto es que el regalo envuelto en su papel permaneció intacto durante días, a la vista y en medio del constante tránsito, hasta que completamente a salvo llegó a su destinataria. Excepción tan singular al régimen ordinario y constante esconde insospechados rendimientos comprensivos de la naturaleza humana. En primer lugar, contra Locke y Hegel, pone al descubierto que no es la posesión la fuente de la propiedad, y que más bien al contrario aquellas posesiones de cuyo uso se disfruta no suponen un límite efectivo para la apropiación ajena. La mera posesión solo se sostiene por la vigilante fuerza para evitar la sustracción, como habían asegurado Hobbes y Rousseau. Y es que no es tanto lo poseído como lo que se tiene para otro, lo que los demás experimentan como ajeno. Así que la fuente de la propiedad no es solo el trabajo que la produce, ni la posesión y la fuerza que la conserva, al menos no solo ni principalmente, sino que en último extremo es de nuestra propiedad lo que podemos dar. Y de ahí que la forma primordial de la riqueza y la propiedad no sea lo que meramente tenemos, sino lo que tenemos para ofrecer a otros.

Solo es pobre en sentido estricto quien no tiene nada que ofrecer, aunque sean incontables y valiosos los bienes poseídos. Y no se trata de una extravagancia moralizante: es que solo la disposición a dar algo lleva nuestra posesión hasta su raíz. Por eso disfruta de la riqueza más primordial quien tiene mucho que ofrecer, también en su forma material. De ahí que, como dice con aguda intuición el filósofo Rafael Alvira, el capitalismo salvaje produzca una grave crisis de la propiedad pues la concibe desde la codicia.

Por otra parte, en el regalo el tótem de la primicia se asocia a la dinámica entre tener y dar y desborda la dinámica entre tener y quitar. Es decir, se tiene lo que se es capaz de ofrecer a otros, y no tanto lo que se consigue que otros no nos quiten o les quitamos. Esa paradoja se pone de manifiesto en la clase de propiedad que implica poder invitar y que es más plena y genuinamente libre que la lograda mediante su defensa, siempre precaria por imprescindible que sea.

Además, el regalo requiere que se haya preservado la condición de nuevo y sin estrenar de lo que se regala. Y de ahí que lo envolvamos en un papel cuya única doblez manifiesta que no ha sido estrenado, y que llega a su destinatario intacto y con carácter de primicia. Eso es lo que significan nuestros frágiles papeles y lazos para envolver lo que regalamos: su sentido radica en su incapacidad para disimular si han sido abiertos antes de ser entregados. Así que es precisamente la fragilidad de la envoltura la que preserva el regalo. Lo que se puede regalar a otro es lo que tiene una sola doblez y se ha preservado nuevo para servir como presente, con mayor razón todavía cuando el que se hace presente para otro es uno mismo.

Eso es también lo que significan los trajes y vestiduras cuyo uso requiere el estreno, como antaño significaban los trajes de novias, cuyas telas preciosas no permitían quitar manchas sin que se notaran. Y eso mismo significan todavía hoy los uniformes o los trajes que hay que llevar como nuevos porque la función lo requiere. Y es que también lo hecho perfectamente deviene nuevo, pues el carácter de primicia no reside tanto en lo intacto como en lo acabado perfectamente. Hacer nuevas las cosas es hacerlas perfectamente.

Ahora bien, aunque nada imperfecto merece ser objeto de regalo, no es la perfección lo que gana o merece esa condición. Aceptamos sin reservas los regalos de los niños aunque estén torpemente hechos, porque esa imperfección no implica autoindulgencia. La condición de regalo no se la da quien lo hace, sino quien lo acepta y al aceptarlo le pone la perfecta novedad que le falta. Y es que el regalo no tiene como autor al que da, pues no llega a serlo sin quien lo recibe: el regalo lo hacen uno y otro, de manera que el que da pide y el que recibe da.

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