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Antonio Papell

La inmigración, España en Europa

La guerra de Siria, que generó un estallido migratorio que alcanzo los cinco millones de personas en 2017 según ACNUR, colmó el vaso de la resistencia de las sociedades europeas, muy presionadas por la llegada masiva de foráneos. De hecho, es evidente que el fenómeno ha fracturado la Unión Europea -alguno de los países del Grupo de Visegrado está peligrosamente cerca de la ruptura con Bruselas por su deriva dudosamente democrática en este y otros aspectos- y ha dado aire a disolventes populismos de extrema derecha que se han alzado con el poder (como en Italia) o ejercen gran influencia (como en Alemania), basándose en un discurso xenófobo.

La presión demográfica debida a los conflictos se ha sumado a las crecientes migraciones socioeconómicas que nos llegan de África, y que arrecian ante la noticia de que la crisis ya es pasado en Europa. En todo caso, el problema de fondo es que los países ricos del centro y del norte de Europa se niegan a considerar, con todas las consecuencias, que la inmigración sea un problema estructural europeo y quieren que se siga endosando en exclusiva a los países periféricos, aunque, como es evidente, muchos de los inmigrantes que ingresan por Grecia, Italia o España a la UE terminan mucho más al norte.

En este marco complejo, el nuevo gobierno italiano, con el líder de la neofascista Liga, Salvini, en el ministerio del Interior, ha cerrado sus fronteras a los inmigrantes que llegan del sur por vía marítima. El caso del Aquarius, barco fletado por una ONG con inmigrantes que no era aceptado por las autoridades italianas, se resolvió con el gesto de acogida de Pedro Sánchez, que sin duda satisfizo a todo el progresismo español. Pero, como discretamente ha recordado Bruselas, este, el de las excepciones humanitarias, no es el camino. La inmigración requiere políticas estables y complejas y no puede abordarse a golpe de inspiración.

Con la llegada del Aquarius, el renovado PP, en busca de discurso, aseguró que la política de "papeles para todos" generaría un efecto llamada sobre los "millones" de inmigrantes que esperaban al otro lado del mar la oportunidad de cruzar al otro lado. Nadie ha ofrecido, es obvio, papeles para todos, y tampoco la presión demográfica está ni mucho menos fuera de control. Los datos son estos: según la Organización Internacional para la Migración de la ONU, del 1 de enero al 29 de julio llegaron a España en patera 22.858 personas, 1.195 mas que la contabilizadas en todo 2017. A escala europea, según la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, en 2015 llegaron a Europa un millón de inmigrantes; este año no llegarán a los 100.000.

Todo indica que el crecimiento de la presión desde el sur sobre España tiene, además de cierre de los puertos italianos, una causa clara: Marruecos está aflojando el control sobre los flujos que salen de su país hacia España para dar un aviso a sus vecinos septentrionales. Pedro Sánchez solicitó ayuda a la Comisión Europea para atender ese flanco y Juncker concedió unos 27 millones de euros para Marruecos, con la advertencia de que los recursos son escasos? Un portavoz del Ejecutivo marroquí ha manifestado con toda claridad que tales ayudas no llegan ni de lejos a sufragar el esfuerzo que ha de realizar el país para contener la corriente migratoria.

Existe, además, un precedente: Turquía han recibido 3.000 millones de euros y carta blanca política -Europa no ha vuelto a referirse a las maneras autoritarias del régimen turco de Erdogan- a cambio de contener la oleada siria que pretendía llegar a la UE. La comparación con las ayudas que se prestan a Marruecos es insostenible. Por lo que España, así como los grandes receptores de inmigrantes, tienen que seguir intentando que el problema adquiera verdadera carta de naturaleza europea, de forma que sea también Bruselas la que negocie con los países contiguos, estabilice las fronteras y gestione los flujos que hayan de llegar para quedarse, y que dependerán de la capacidad asimilación e integración de la propia Europa.

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