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Tiempo para callar

Me han enseñado a mantener la calma, o cierta calma, en medio del barullo y la histeria. Es muy fácil meditar en el paraíso, eso no tiene mucho mérito. Lo difícil y, a veces, casi heroico, es mantener la serenidad entre comentarios estridentes, esa basura acústica. Sé que algunos de mis ancestros tuvieron tentaciones eremíticas y, de hecho, cuatro de cinco hermanos optaron por la vida contemplativa y monacal. Cuando lo supe, tragué saliva y, de inmediato, me sentí muy próximo a ellos, y los admiré por su radicalidad. No he llegado a este punto, aunque algo hay en mí que me lo recuerda. Estoy hablando de antepasados que vivieron en el siglo XVII. La tentación de apartarse y de callar hasta nueva orden persiste en mí. Un impulso entre espiritual y salvaje, tal vez más lo segundo que lo primero.

Entre manos tengo un libro de Patrick Leigh Fermor titulado, precisamente, Un tiempo para callar. En él narra sus experiencias en algunos monasterios y abadías y su sometimiento a los rigores de la vida ascética. Un tiempo para hablar, y otro para callar, nos recuerda el Eclesiastés. Un tiempo para la actividad y la vida social, y otro no menos necesario para el silencio, la introspección y la escritura callada y constante. Dolores Payás, la prologuista, nos explica cómo se encerró en su piso con el objetivo de leer, de forma monográfica, la obra entera de Leigh Fermor, mientras abajo en la calle los turistas, casi todos en calzón corto, luciendo impresionantes camisetas imperio y las inevitables chanclas que al desplazarse sobre las aceras hacían el chap-chap o chaf-chaf, ese sonido exasperante y pegajoso. Por un lado, la vulgaridad absoluta desplegándose a su antojo en la ciudad y, por el otro, la clausura y la inmersión en un mundo sutil y elegante, de fino y humor y sutil poética. Tremendo contraste, que si uno se lo toma con humor puede acabar siendo una fuente inagotable de hallazgos.

Y así hemos ido pasando la vida, entre arrebatos de huida, cabra que tira al monte, lejos de los semejantes y, a menudo, tan extraños y ajenos, y entre bajadas al valle de la sociedad, para departir un poco y para hacer dedos, no sea cosa que tanto encierro y soledad nos vaya anquilosando las ideas. Eso sí, bien nutrido de pensamientos que han surgido al calor de ese silencio, o casi silencio, de ese apartamiento tan necesario. La libertad de expresión, suelo recordarlo, también es libertad para callar, para retirarse durante un tiempo si poco o nada hay que decir. Una forma de escapar de tanta estéril interferencia, de tanta palabra pisada, de tanta interrupción brusca. No se trata de convertirse en un monje benedictino o trapense, pero sí de extraer alguna que otra enseñanza valiosa, aunque sea desde nuestro laicismo más o menos voluntario. Cuando la calle escupe a todas horas reguetón y, desde las ventanas abiertas al calorazo, el personal exhibe sin sonrojo un mal gusto casi indecente, uno se pone a rebuscar entre su discografía con el fin de encontrar algún disco de gregoriano, cerrar los ojos y dejar que pase la tarde. Vale, si lo del gregoriano les parece una exageración y una opción radical, decántense por el saxo delicado de un westcoaster como es Paul Desmond. Es un decir.

Ahora bien, y volviendo a la idea inicial, la que abre el artículo, lo interesante aquí es hallar zonas de calma, vórtices, entre tanta cacofonía y demás agresiones acústicas. Lograrlo en una celda o en el desierto parece, de entrada, mucho más sencillo. Permanecer impasible en el centro de Punta Ballena, mientras van cayendo descerebrados desde los balcones y los beodos de turno se enzarzan en otra reyerta. He aquí el auténtico desafío.

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