El recurso al miedo al inmigrante es el más detestable ardid que utiliza en Europa la derecha más dura para cristalizar clientela a su alrededor. El caso de Salvini, actual vicepresidente y ministro del Interior de Italia, que ha conseguido magníficos resultados electorales explotando la fuerte presión demográfica que padece su país ante la dolosa indiferencia europea, es paradigmático: la apelación a la xenofobia de unas muchedumbres que temen al extranjero es tan eficaz como inmoral.
Aquí, tenemos evidentemente un problema migratorio grave, aunque no tanto como los italianos o los griegos, y hay que encarrilarlo para darle una solución justa, realista y humanitaria. Para ello, el gobierno debe poner todos los mecanismos en tensión, contando con la ayuda política y moral de la ciudadanía de buena voluntad, incluidos los partidos de oposición que tengan principios.
En esta tesitura, se equivoca Casado adoptando el modelo de Salvini, exagerando los riesgos y las amenazas y, sobre todo, culpando a este gobierno, que lleva menos de dos meses en el poder, de unos movimientos demográficos que vienen de antiguo y que fueron respondidos con indiferencia y la proverbial apatía por el señor Rajoy cuando arreciaron hace un par de años. Mire el señor Casado a su correligionaria Merkel, quien se está jugando la cancillería por no aceptar las tesis populistas sobre inmigración, y no al neofascista Salvini, una vergüenza para cualquier demócrata.