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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Lanzamiento de calabazas

Se están haciendo declaraciones -sobre los inmigrantes, sobre las sentencias judiciales, sobre la monarquía, sobre los taxistas- que no son más que una representación truculenta de lanzamiento de calabazas

He aquí un hecho. Cada año, en noviembre, en un lugar de Delaware, se celebra el Campeonato Mundial de Lanzamiento de Calabazas. Con catapultas de fabricación casera que llegan a medir quince metros de altura, o con cañones de aire comprimido que parecen monstruos de Transformers, o con bombas centrífugas con aspecto de artilugios bélicos retrofuturistas, del tipo Mad Max, los participantes concursan para ver quién consigue lanzar más lejos una calabaza (las variedades de calabaza que parecen funcionar mejor son la Casper y la Lumina). Las normas son muy estrictas. Si una calabaza explota en el aire, resulta descalificada. Si una calabaza se queda atascada en el cañón de aire, resulta descalificada. El récord del concurso lo ostenta un granjero que logró hacer un lanzamiento de 1.430 metros.

El concurso tiene sus riesgos. Hace unos años, una de las catapultas tuvo un fallo que lanzó una pieza metálica en vez de una calabaza. La pieza se estrelló contra la cabeza de una de las integrantes de un equipo de televisión que estaba filmando el concurso. La mujer -Suzanne Dakussian- se salvó de milagro. En otras ocasiones los heridos han sido los jueces que medían los lanzamientos. Pero aun así, cada año se reúnen 20.000 personas para ver el campeonato. Y cada año, en noviembre, cuando llega la época de la recolección de las calabazas, las carreteras americanas se llenan de artilugios rodantes montados sobre tractores y furgonetas y armazones metálicos. Todos tienen aspecto de escarabajos mutantes. Todos cruzan el país rumbo a Delaware. Todos van al Punkin Chunkin, como lo llama la gente.

¿Para qué? Las catapultas caseras cuestan mucho dinero -algunas hasta 750.000 dólares-, pero el concurso no tiene más premio que una estatuilla y un galardón. No hay recompensa en metálico. Es decir, que los concursantes se gastan una millonada en el artefacto -y luego en el transporte-, sólo por el deseo de participar en un concurso que no les reportará más beneficios que una modesta satisfacción del ego, o dicho de otro modo, un pequeño ego-trip. Vanidad de vanidades, sí, pero el concurso tiene sus defensores acérrimos. En una cena universitaria, un profesor de ciencia política me contó que cada año reservaba sus vacaciones de Halloweeen para ir a ver el concurso (no le pregunté si algún día pensaba montar una catapulta en el jardín trasero de su casa, para poder participar él mismo en los lanzamientos). Aquel profesor no era un pelagatos (era amigo y colega del general Petreaeus, por entonces director de la CIA), pero disfrutaba mucho más hablando del concurso de lanzamiento de calabazas que de la teoría política de Hannah Arendt. ¿Por qué? Otro misterio. Quizá aquel profesor se había cansado ya de su larga y aburrida carrera académica. O quizá había descubierto en aquella competición absurda una especie de clave de nuestra época, algo así como la piedra de Rosetta que nos permitía interpretar lo que somos y lo que hacemos. No lo sé. El caso es que recuerdo muy bien la emoción con que aquel hombre me hablaba de la American Chunker o de la Yankee Siege, y cómo me describía sus complicados brazos articulados y sus torretas que parecían llegar hasta el cielo. Y sobre todo, recuerdo sus ojos húmedos cuando me contaba el silencio expectante que invadía a la multitud cada vez que aquellos escarabajos mutantes se alineaban al borde del campo y se disponían a lanzar sus calabazas contra el vacío (y también, supongo, contra el universo entero, es decir, contra el infinito, es decir, contra la eternidad).

"Pumkin Chunkin". Campeonato Mundial de Lanzamiento de Calabazas. Artilugios que cuestan una fortuna y que sólo sirven para lanzar una calabaza al aire (si no fallan y sueltan una pieza metálica que acaba impactando contra la cabeza de una espectadora). Esta semana me he acordado de este concurso y del profesor de ciencia política que era uno de sus entusiastas. Sobre todo al ver que desde los dos bandos de la escena política se están haciendo declaraciones -sobre los inmigrantes, sobre las sentencias judiciales, sobre la monarquía, sobre los taxistas, sobre la libre competencia- que responden al mismo deseo de montar una representación truculenta de lanzamiento de calabazas. Sólo que en este caso las calabazas están camufladas de ideas políticas, aunque sigan siendo calabazas (eso sí, unas de la variedad Casper y otras de la variedad Lumina). Y todo por ver quién llega más lejos en el lanzamiento. Y todo por ver quién da más miedo. Y todo por ver quién monta el espectáculo más llamativo y más retrofuturista (entre Transformers y Mad Max, claro que sí). El público, de momento, aplaude y ruge y observa expectante. Hasta que un día, en vez de calabazas, de esos dos ejércitos de artilugios mecánicos, bien alineados frente a frente, empiecen a salir piezas metálicas que nos destrocen el cráneo. Espérense y verán el Punkin Chunkin que ese día organizamos aquí abajo.

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