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Literanta desplazada

Literanta desplazada una veintena de metros, pero no desaparecida. Sigue ahí, sutil y resistente. Me acerco a ella para comprobar que es cierto, que Literanta simplemente se ha movido de sitio y no ha sido fulminada.

El sol cae a plomo durante este mediodía atroz de turistas recién desembarcados del crucero de turno. Más que caminar, se van arrastrando, con nulo interés por lo que les rodea. Sus vástagos, hartos de calor y sed y de caminatas insulsas, se quejan ruidosamente mediante llantos y pataletas. Sigo braceando y esquivando, driblando seres humanos hasta alcanzar alguna zona milagrosa, más o menos liberada. La banderola granate que anuncia la librería se adivina a lo lejos. Ese inconfundible y ya familiar color vino. Voy para allá. La nueva Literanta se radica en la vieja tienda Mira, Mira, Cachemira.

Me asomo y ahí está el librero, Sergio González, trabajando duro, redistribuyendo el material libresco, mostrándome encantado y contenido, como buen leonés que es, los espacios, la ya mítica mesa de billar que servirá como expositor de libros. La nueva Literanta tendrá el aspecto de una librería de viejo, y este detalle le da un halo malasañero, un aura benjaminiana. Estoy dispuesto a adquirir algún libro, ser el primero en llevarme material de lectura, cuando todavía las cajas invaden el suelo de baldosa de cerámica hexagonal y la caja registradora aún está por enchufar. Sin embargo, seguimos charlando sobre los motivos del traslado, sobre las dimensiones más reducidas del espacio, lo cual redunda en una mayor cercanía del cliente con los libros, sobre el hermoso marco que da acceso al lugar, de madera color turquesa, y sobre la posibilidades estéticas de un nuevo rótulo. Los traslados, ya saben, son pesados y farragosos, aunque también abren perspectivas nuevas y uno se va ilusionando a medida que las cosas se van recomponiendo. Lámparas que, de repente, lucen más. Estanterías, que la costumbre había vuelto invisibles, súbitamente se realzan. En fin, que el mobiliario también necesita algún que otro cambio para revivir. Los objetos también son agradecidos.

Veo a Sergio, el librero, ilusionado a su modo, es decir, sin grandes aspavientos ni alharacas, como debe ser en estos casos y en todos: que la excesiva prudencia tampoco mate el entusiasmo. Por supuesto, como antes, la librería también dispondrá de un sótano para organizar talleres literarios y lo que se tercie. La mesa de billar, que en su anterior vivienda se hallaba relegada en una habitación oscura, ahora adquirirá un protagonismo más que merecido. Emergerá de las tinieblas y funcionará como expositor, eso sí, siempre dejando claro que se trata de una mesa de billar y no de una mesa cualquiera. La librería, en suma, será más librería y menos bar. De este modo, Sergio González no se verá obligado a desdoblarse en sus funciones de librero y camarero. Dos empleos dignísimos, pero de difícil combinación si es una sola persona la que debe desempeñar ese doble y, en definitiva, estresante papel.

Les deseo, como no podría ser de otra manera, tanto a Antoni Socías como a Sergio González, la mayor de las suertes y ahí va mi discreto reconocimiento a una librería que vimos nacer, desarrollarse y, ahora, trasladarse a escasos metros de su lugar original. Lo que nos consuela es que se trata de un traslado, y no de una muerte. La desaparición de una librería es una pérdida irreparable, pues en su lugar suelen instalarse unos sustitutos poco fiables y bastante feos. No hablemos de héroes, simplemente de seres que se resisten a tirar la toalla. Una vez dicho y escrito esto, es importante no quedarse en la palabra, aunque de palabras precisamente trate el asunto. Seamos usuarios de nuestras librerías, y aquí congrego a todas las librerías de Palma sin excepción.

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