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Distracciones estivales 2

Si algo puede decirse del nuevo presidente del Partido Popular es que le ha echado ganas. Desde el minuto uno lo vimos convencido, entregado a la tarea de subir en el escalafón y dar el salto -enorme- hasta el cargo más alto. Nunca lo expresó con tanta claridad como tras la primera vuelta, cuando, conocidos los resultados y dispuesto el tablero de las subsiguientes alianzas de poder, se supo más que probable ganador definitivo. Algún comentarista calificó entonces su actitud de sobreactuada; yo diría que en ese momento el rostro del candidato mostraba la alegría de la pura ambición política. Un gesto que estamos muy poco acostumbrados a ver sin el velo corrector de la prudencia? o de las simples tablas. La mirada algo alucinada de Pablo Casado y su exultante sonrisa dieron la clave de lo que vendría después: el discurso que pronunció el sábado. De éste sólo me sorprendió el instante mesiánico en que asomó otra faceta del carácter de Casado: una autoestima -en política se le suele llamar capacidad de liderazgo- a prueba de presuntas turbiedades pasadas. Fue cuando se dirigió a los compromisarios y los exhortó a regresar a sus casas y contar lo que habían visto y oído allí. El euangelós, la buena nueva, necesitaba discípulos que la extendieran por toda la Tierra; le faltó añadir que ahora los mudos hablaban, los ciegos veían y los muertos resucitaban. Todo se andará.

La convalecencia de un virus veraniego reduce sabiamente las expectativas. Tanto, que la idea de pasarme la velada del sábado viendo por televisión La gira de los teleñecos me pareció el mejor de los planes. Apenas degustado el primer número musical -un dúo, I'm number one, you're number two (el uno era el anfibio, claro), entre un humano y una impostora y malévola rana Gustavo-, una pausa publicitaria me llevó al zapeo, y de improviso, en tve2, me topé con la familia Ekdahl preparándose para la cena de Nochebuena. ¿Cómo resistirse? Luego ya sólo existió Fanny y Alexander, una vez más impecable, una vez más cuajada de detalles por descubrir.

Qué grandes, y qué escasas, son las obras de creación que soportan el paso del tiempo en el espectador o en el lector. La novela que nos encandiló con dieciséis años no resiste la revisión a los treinta; la película que consideramos una obra maestra a los veinte se nos cae de los ojos cuando hemos rebasado la cincuentena. Fanny y Alexander, sin embargo, conserva intacto su brillo, entretejido de sueños y realidad; en ella no hay impostura, y acaso ésa sea la clave de su pervivencia. El espectador es por momentos cada uno de los personajes, y reconoce en sí mismo un palpitar de miedo, de odio o de alegría que le llega desde la pantalla sin filtros, auténtico, intemporal. De ese modo cuando en el último fotograma deja a la familia Ekdahl sentada otra vez a la mesa -con alguna muerte y algunos nacimientos nuevos, fruto del transcurrir del tiempo-, experimenta una sensación como un escalofrío; la de que en esos minutos, y al igual que ellos, también él ha vivido.

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