Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Virgilio y nosotros

Nunca recuerdo si fue al escritor alemán Ernst Jünger o al poeta Robert Graves a quien, durante la Gran Guerra, encontraron leyendo a Virgilio en el cráter de un obús. Ahí donde los artilleros dicen que no vuelve a caer otro. No recuerdo si ese pasaje aparece en Tempestades de acero o si lo hace en Adiós a todo eso, siempre me confundo. A ambos les pega mucho el gesto, mientras las bombas caen a su alrededor. La Eneida como metáfora de todas las guerras de los hombres y esa postura de dandi que se aleja del miedo y de la muerte a través de la literatura y el mundo clásico. De lo que permanece. Ambos combatieron en aquella terrible guerra de trincheras y lodo y gases y hombres y caballos destripados por las bayonetas. Ambos sobrevivieron a ella. Ambos engrandecieron después la literatura europea con sus dos visiones y lo que siguió en el tiempo durante mucho tiempo: fueron longevos y escribieron mucho. Graves se instaló en Mallorca; Jünger la visitó en un par de ocasiones: durante el período de entreguerras y años más tarde, ya mayor y con su casco de pelo níveo, que le daba un aire de ser mitológico.

Nunca recuerdo, repito, si aquel lector fue uno ú otro, o fueron los dos, aunque sé que -de haber sido un hombre valiente, que no lo fue- a Borges le habría encantado ser él. En Jünger esa imagen lo perfecciona y enmarca dentro de sus límites. En Graves existiría una contradicción en los términos: su aversión por Virgilio, a quien por otro lado conocía bien. Lo había leído bien, quiero decir, y no lo soportaba.

Robert Graves era hombre de genio y manías de peso. Uno de los recuerdos del primer encuentro en Formentor, organizado por Cela y Tomeu Buadas, es la discusión entre él y el poeta Carles Riba sobre la poesía de Virgilio. O de manera más precisa: la brillante carga de caballería que Graves dedicó a Riba con Virgilio como sable. Riba lo defendía como podía, apabullado por el bardo galés, y Graves repartía contundentes mandobles, sin hacer prisioneros. Es un dato. El otro, el ejemplar de la poesía de Virgilio que figura en su casa-museo de Deià (la mejor que haya habido nunca en Mallorca, por cierto). Ahí está ese ejemplar con las hojas recortadas por su centro, ahora no recuerdo si para esconder el dinero, o una pequeña pistola que también se expone. Pero no, desde luego, para ser releído, de tan mutilado que está. Y aún así, apostaría que fue a Graves al que encontraron en ese cráter con Virgilio entre las manos. Cuando ya lo daban por muerto.

Hace poco leí unas páginas sobre Virgilio. O mejor: sobre la relación entre Virgilio y Horacio. Lo hice frente al mar que cantaron los dos y antes que ellos, los griegos. En el mismo silencio matinal que ellos escucharon hace siglos y todavía hoy podemos disfrutar en distintos lugares del Mediterráneo, al menos durante unas horas cada día. Meses atrás, había pasado por delante de su tumba, en Nápoles, con la promesa de detenerme con unas flores la próxima vez. Después de leer aquellas páginas renové esa promesa con más motivo.

En ellas supe que Virgilio había contado durante su vida de poeta con el apoyo -económico y vital- del rico Mecenas. De hecho fue éste quien le presentó al emperador y Augusto le tomó simpatía no tanto por la musicalidad de sus versos como por sus debilidades físicas -que le unían al emperador, siempre aquejado de todos los males- y porque sus valores eran los rurales, a los que Augusto quería que los romanos regresaran. Y lo entronizó como su poeta favorito. Ahora bien: Virgilio siempre tuvo a Mecenas detrás. Otro habría guardado esa fuente de seguridad -y se supone que de amistad- para sí solo. Cuántos no conocemos que marginan y separan a sus distintas amistades y conocimientos entre sí, no vaya a ser que... No Virgilio, desde luego.

Cuando el autor de La Eneida leyó los poemas de Horacio, inmediatamente lo buscó para alabarle su poesía y presentárselo a Mecenas, a quien ya le había hablado con pasión del nuevo poeta. Y Mecenas hizo por Horacio lo mismo -o más- que había hecho por Virgilio. Primero le propuso ser el secretario del emperador, pero Horacio rehusó: no era ésta la vida que quería para sí. Rechazó lo que la mayoría, entonces, hubiera aceptado encantada. Horacio, no. Ni era ambicioso más que con su literatura, ni era codicioso, ni quería ligar sus días a una tendencia política. Mecenas, para que pudiera escribir a gusto, le regaló una villa con tierras fértiles que le aportaran una cierta fortuna para mantenerse. Cuenta Indro Montanelli que al desenterrar esa villa en 1932, dio la medida de la generosidad de aquel rico romano. La villa de Horacio "tenía veinticuatro estancias, un gran pórtico, tres baños, un hermoso jardín y cinco patios".

Nada de esto hubiera tenido lugar de no ser por Virgilio. Por la insólita generosidad de Virgilio. No hubo en él celos, ni afán competitivo, ni patológicas ganas de ser el único. No hubo en él, en fin, todo aquello que vemos a diario en esta época en que nadie regala villas a los poetas y tan grande es la visión utilitaria de las cosas y las personas, que ni siquiera se sabe muy bien para qué sirve un poeta. O si sirve para algo más que un jarrón chino procedente de una tienda de baratijas.

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