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Matías Vallés

La derecha no esperará al PP

Nada nuevo en el PP. El mesianismo sigue imperando tras la mayor catástrofe sufrida por un partido desde la transición. La guerra de baja intensidad, entre un Pablo Casado que quiere traer a Aznar y una Soraya que ha traído a Pedro Sánchez, transcurre bajo la premisa improbable de que los populares son la única opción conservadora. O la primera, para los dirigentes más críticos. No han aprendido la lección.

Sometidos a la descompresión por la pérdida del poder, los populares se comportan como si a la derecha no le quedara otro remedio que esperarles. Deberían auscultar el escaso dramatismo, y el notable alivio, que ha seguido a su descabalgamiento de La Moncloa. La pregunta no es solo si Pedro Sánchez mantiene una ejecutoria positiva, sino si alguien se imagina la continuidad de Rajoy en la presidencia del Gobierno.

Con perdón por la obviedad, los electores se han tomado el voto por su mano. Ya no obedecen primero y votan después. Los militantes del PP no han dejado de ser de derechas. Simplemente, han perdido la fe en el antaño partido único de la derecha. También se niegan a sufragar los gastos suntuarios mediante sus cuotas, aunque su aportación nunca fue la vía de financiación preferente de una formación acostumbrada a vivir por encima de sus posibilidades. Ni siquiera puede garantizar el mantenimiento de los sobresueldos que alegraban los fines de mes de su cúpula.

La desaparición de las salas de cine y de otros vicios existenciales ha de convivir con la curiosa convicción de que el PP prevalecerá por los siglos de los siglos. Aunque no es descabellado afirmar que la formación arranca en Franco y sus siete magníficos jinetes del apocalipsis, el granítico Fraga cambió en 1982 la denominación de Alianza Popular por Partido Popular. Esta modificación de la nomenclatura supera en radicalismo a todas las propuestas amontonadas en la anodina campaña de las primarias a medias de los populares.

Un partido que solo cambia de nombre se engaña a sí mismo. Un partido que no se atreve ni a cambiar de nombre se entierra a sí mismo. Ni Rajoy cree en el PP, que abandonó a la carrera sin parar hasta Santa Pola. En vísperas del asalto definitivo, Alberto Núñez Feijóo continúa siendo el deseado. Su peripecia recuerda a Mario Cuomo, el gobernador de Nueva York que debió ser candidato Demócrata a la Casa Blanca de no haber mediado sus inapropiados contactos con la Mafia.

Descartado el campeón gallego por incomparecencia, la inevitable referencia al país que es la medida de todas las cosas lleva a identificar a Soraya con Hillary Clinton. Impecable, eficaz, pero odiada por quienes debían ser sus fieles. Rechazada hasta el extremo de que los disidentes están dispuesto a apoyar cualquier alternativa. Y se necesita un grado de repulsión titánico para caer en las redes de Casado, que se presenta a este examen para disponer de una coartada sobre los exámenes que se saltó en los masters regalados de la Universidad Juan Carlos.

Pocas personas presumirían en su currículum de que "fui el sucesor de Rajoy". Su figura ejemplifica un fin de trayecto. Comparte con Sánchez el deshonor de que ambos han obtenido los peores resultados de sus partidos respectivos, y por duplicado. Con la diferencia nada baladí de que el socialista duerme esta noche en La Moncloa. Con estos precedentes, por qué habría de sobrevivir el PP. Desde luego, ni Soraya ni Casado poseen el impulso necesario para cambiar el destino del partido.

Visto el comportamiento de sus líderes pasados y expectantes, no es descabellado reclamar la disolución del PP por respeto a la derecha. Aquí es obligado efectuar una precisión sobre las cuotas. Los mismos analistas que han martirizado durante años a la afición con su celebración del manejo de los tiempos y el quietismo de Rajoy, ahora consideran que Sánchez es un Felipe González que obtendrá el 120 por ciento de los sufragios en las próximas generales. Conviene ceñirse a la realidad, con los conservadores asentados en la mitad de los votos emitidos, con independencia de la configuración que adquieran sus candidaturas. Donde el problema radica en esta pluralidad de opciones, hasta ahora inexistente.

Solo Ciudadanos ha expresado su fe inamovible en el PP, según demostró Albert Rivera en una moción de censura donde hasta Coalición Canaria cambió el sentido del voto para no quedarse en amarga soledad junto a Rajoy. Un partido comprometido con la regeneración liberal habría hundido a los populares, por decisión de sus votantes. Por no hablar de la baza nunca desdeñable de un Macron.

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