Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

Algo tan deseado

Era un anciano desvencijado y roto por los días y las brumas del alma. Tomó mis manos entre las suyas y las apretó casi impotente. Le miraba, sentado junto a él, y no sabía qué hacer, qué decirle, pero le abracé hasta que noté sus huesos en mi cuerpo.

Ahí estaba el protagonista de treinta años en el devenir de los jesuitas, quien gobernara la Compañía de Jesús desde 1965 hasta 1981, cuando una trombosis contundente le golpeó mientras retornaba de Filipinas y Tailandia a Roma. Venía de impulsar su obra magna: el Servicio de Jesuitas para Refugiados, cuando casi nadie comentaba la cuestión todavía. Desde aquel momento y hasta 1991, permanecería en la enfermería del gobierno central jesuita junto a la sede del sucesor de Pedro. Murió un cinco de febrero y su muerte, a pesar del tiempo de anonimato, estalló como noticia mundial, porque Arrupe nunca dejó de ser querido, admirado y hasta discutido en los ámbitos eclesiales y no menos sociales.

Estaba ahí, en su habitación romana, quieto, quieto, achacoso pero sobre todo silencioso, mientras todos leíamos sus textos inspiradores y teníamos la seguridad de que se trataba de alguien especial, una extraña personalidad que muy de vez en cuando estalla en una sociedad ahogada en el bienestar material y de cualquier escándalo fugaz. Con mis manos entre las suyas y después las suyas entre las mías, le miraba con la seguridad de que estaba por última vez con mi referente pleno, el hombre que mejor me había representado a Jesucristo en mi vida. Volví a España satisfecho: pronto tendría otro compañero en el misterio de Dios, ese misterio que ahora le abrumaba. Desde entonces, siempre he mantenido la fotografía de aquel encuentro en los lugares en que he trabajado. Una imagen, un sueño, un amigo del alma.

Estos años, desde 1991, los amigos y admiradores de Pedro Arrupe, hemos mantenido su recuerdo un tanto quieto, mientras podíamos visitar sus restos mortales en una tumba situada en el Gesú, la iglesia referencial de los jesuitas, en Roma. Largo años en espera de esa noticia deseada y que parecía prolongarse en el tiempo, espera convertida en esperanza. Y hace unos días, el actual Superior General de la Compañía de Jesús, el venezolano Arturo Sosa, notificaba a los congregados en la Universidad de Deusto para un acto académico, que el vicario de la diócesis de Roma, Angelo de Donatis, había dado luz verde para el proceso de beatificación del padre Arrupe. Vaya por Dios, menuda sorpresa para todos los que estábamos sumidos en esa espera esperanzada pero nunca consumada. Por fin, la Iglesia en cuanto tal, un detalle relevante, nos animaba a investigar la persona de Arrupe por razones que todos los lectores comprenderán: su ejemplaridad, su constancia, su misericordia, en fin. Y todo esto ha sucedido mientras el papa Francisco ocupa la cátedra de Pedro, un papa que tanto había escrito sobre este Arrupe ahora recuperado. Una nueva época ha comenzado. El tiempo de la misteriosa presencia de Dios en nuestra vida desconcertante pero siempre fascinante.

Cuando la Iglesia estaba viviendo el Vaticano II, en 1965, este hombre accedió al gobierno de la Compañía de Jesús, y acabó por ser uno de sus paladines más egregios. Contra viento y marea, suscitando una conmoción enorme en sus mismos compañeros y en la Iglesia toda, aunque ahora nos parezca imposible, llevó a cabo uno de los más hondos aggiornamentos que se produjeron en las filas creyentes: inculturar de verdad a los jesuitas y, a la vez, a tantas otras personas que participaban de su visión de la vida. Situó el "discernimiento espiritual" en el epicentro de la experiencia de fe, y a su vez, repitió una y otra vez que Jesucristo era la cuestión fundamental de la Iglesia en la sociedad. Su amistad proverbial con Pablo VI, ayudó a llevar adelante esta empresa de conversión personal y colectiva a los nuevos tiempos de la historia, desmenuzando lo que el concilio denominó "signos de los tiempos". Jesucristo, discernimiento, inculturación, riesgo en la frontera, recuperar el ignacianismo un tanto soterrado por razones históricas que no hacen al caso. Tantas cosas que ahora, no sin cierto temblor, pronunciamos con soberana tranquilidad, entonces fueron pronunciadas por vez primera por Arrupe ante el asombro de amigos y adversarios. Que los tuvo, y muchos.

Pues bien, uno dejaría de ser uno mismo si no escribiera estas líneas en este diario donde tantas veces ya escribió sobre Arrupe. Es un momento gozoso para jesuitas y no jesuitas, porque Arrupe es de todos. Es el momento en que uno se siente lleno de satisfacción creyente porque percibe que algo tan deseado se ha cumplido. La espera esperanzada dio su fruto. Y uno recuerda esas manos tan frágiles acogiendo las mías y las mías acogiendo las suyas en aquella Roma de los ochenta.

Compartir el artículo

stats