1) Son varios espíritus tutelares los que me han dado las mejores pautas para la comprensión y enriquecimiento de la isla donde nací. Citaré sus nombres: el archiduque Luis Salvador de Austria, Miquel dels Sants Oliver, Llorenç Villalonga y Robert Graves. Dos locales y dos extranjeros. Los primeros -Oliver y Villalonga- europeizaron Mallorca desde dentro; los otros dos -Graves y s´Arxiduc- fueron sus embajadores y la transformaron a su medida: mágica y poética la de Graves; imperial y enciclopédica, la de s´Arxiduc. Hay más, pero aquí citaré sólo a otros tres por su importancia, que no olvido: Rosselló-Pòrcel, que la entronca con Paul Valéry y las vanguardias de los 20/30; Joan Miró, que oculta un fragmento del mejor surrealismo junto al mar de cala Major y desde ahí se expande al mundo en silencio; y Matti Klarwein que enlaza Mallorca con la contracultura, la filosofía hippy y la psicodelia a través de su pintura. Todos ellos enriquecieron la cultura insular desde la contemporaneidad: la convirtieron en sujeto de su tiempo. Leí que esta semana se celebraba en la isla un congreso sobre la obra de Robert Graves y su relación con Europa. Nada he sabido de él -no sé qué se dijo y qué no- más allá de la noticia en Diario de Mallorca. Pero hay una tradición británica que implica la curiosidad, la pasión y el conocimiento de la cultura mediterránea. No sólo eso, sino que su mirada aporta luces ahí donde había antes sombras. Entre los recientes podemos pensar en Gerald Brenan y John Elliot -cada uno en su escala-, o en todos aquellos -desde Hugh Thomas a Paul Preston y otros- que estudiaron, antes que nadie, nuestra última guerra civil. Fue el alemán Goethe quien fundó la ruta hacia el sur y la renovación de la mirada europea sobre el mundo clásico, pero los grandes maestros del asunto han sido los británicos, sin ninguna duda.
Ahora bien: en el caso de Robert Graves y su visión poética, Europa se queda en las trincheras de la Gran Guerra y su Adiós a todo eso. No quiero -ni puedo frente a los especialistas- enmendar la plana a los doctos: hablo de otra cosa. Siempre he asociado al poeta Graves con una, llamémosle así, pre-Europa: con una Europa sin hacer y antes de que existiera la conciencia de naciones europeas; con el mundo, en fin, antiguo. En ese mundo las pautas se rigen por el culto a la diosa blanca y la tierra cuando el poder era femenino; por la magia de los druidas -proyectada en su caso a través de su sabiduría micológica (la de Graves, que era inmensa)-; por la intuición como forma sagrada de conocimiento; por los ciclos lunares y menstruales Y ahí Mallorca -o las islas baleares- adquirirán la categoría de Hespérides y de la mano de Graves ingresarán en la mitología que nos hizo antes del mundo cristiano. Los mallorquines sabemos que la isla es un matriarcado y Graves incorporó a eso una mirada culta y poética, ya lo he dicho, que nos hace mejores, lo sepamos o no. Después Robert Graves desembarcará en Plutarco y Suetonio y vendrán sus dos Claudios y el mundo romano, al mismo tiempo que su Rey Jesús y los orígenes del mundo cristiano: ahí estarán los dos grandes pilares de la Europa gravesiana. Pero siendo ésta muy entretenida y cómplice, es su pre-Europa la más original, visionaria y hechizante. La más apasionante y, sobre todo, misteriosa.
2) La semana pasada murió Georges Raillard, quien mejor escribió, junto con el poeta Jacques Dupin, sobre Joan Miró. Su libro-entrevista con el pintor catalán es canónico e imprescindible para la compresión y disfrute de la hermenéutica y poética mironianas. Sin Georges Raillard hay fragmentos de Miró que posiblemente no habrían sido comprendidos nunca, o no habrían sido explicados por el mismo artista, tan silencioso. Raillard ha muerto en París a los 91 años y lo recuerdo como un hombre de una potencia -física e intelectual- inagotable y extrema. En los 70 del pasado siglo vivió en Barcelona, donde dirigió el Instituto Francés y muchos años después -ya en el siglo XXI- conocí a su hijo Edmond, que ha sido el traductor al francés de la mayoría de mis libros. Con Edmond hemos compartido horas de trabajo, premios, mesas redondas, alegrías varias, restaurantes y ciudades francesas. Él ha mejorado mis novelas en otra lengua y me ha corregido cosas que nadie había visto antes.
En diciembre pasado, Edmond y yo recogimos en París el premio Laure Bataillon por la edición francesa de Solsticio. Al acto vino su padre, Georges Raillard. Su presencia era imponente: tenía algo de jefe de la manada de elefantes y una autoritas indiscutible. A su sombra estaban la universidad de Río De Janeiro -donde dio clases durante años-; la universidad alternativa París VIII, en Vincennes, creada por él junto con Hélène Cixous, Deleuze y Lyotard; su sección de crítica de arte en La Quinzaine Littéraire -la revista de Maurice Nadeau-; y sus ensayos sobre Louis Aragon, Michel Butor, Jacques Dupin o Antoni Tàpies. Lo recuerdo ahora sentado en una butaca, observándolo todo desde una esquina de La Maison de la Poesie y dudo mucho que pueda olvidarlo nunca. Forma parte -y no pequeña- de aquella noche, que fue memorable. Recuerdo que pensé que Georges Raillard pertenecía a la estirpe de los que no se extinguen jamás y aunque haya muerto, continúo pensándolo.
3) El lunes pasado, este periódico donde colaboro desde hace treinta y tres años, me dio un motivo más -aunque su origen fuera doblemente deplorable- para dar gracias a Dios cuando me levanto y abro las ventanas de mi habitación y celebro la vida y el día que empieza. No haber nacido según dónde, no ser como según quién y mantener intacta la capacidad para ejercitar un cierto desdén alegre.