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¡Y van mil!

Mil en este diario con la columna de hoy, porque antes hubo otras bajo el epígrafe de Polvo de letras. Una cifra que para algunos articulistas será poco menos que un recuerdo primerizo, así que entendería si Matías Vallés me apuntara que hasta pasadas las cien mil no se es nadie en el oficio. No obstante y en mi caso, los tres ceros me llevan a preguntarme el porqué de una semana tras otra: si ha sido placer o auto impuesta penitencia y, en último término, qué habré sacado en limpio de la constancia.

Puesto a explicarme ante ustedes, creo que la sinceridad de mis opiniones es lo único que podría asegurar aunque, en ocasiones, hallar una forma de expresarlas que me dejase satisfecho tras remitirlas para su publicación se me haya hecho con frecuencia cuesta arriba; máxime si, como ocurre a muchos, es obligado simultanear el esfuerzo con otras ocupaciones y de ahí el plantearme, pasadas ya un par de décadas, hasta dónde mi sintonía con las reflexiones de gentes con mayor y mejor bagaje a sus espaldas, aunque lo cierto es que, tras conocer algunas de ellas, no sería impropio concluir que ninguno ha dado con una explicación unívoca o por lo menos satisfactoria a esta pulsión de llenar páginas así caigan chuzos de punta.

Los hay que reconocen abiertamente el misterio que subyace en ese incontenible prurito por definirse a través de la escritura; sería como preguntar al tigre por qué es un tigre, sugería Manuel de Lope, aunque igual serviría interrogar al caracol, claro. Y es que puede hacerse lo que se quiere (Schopenhauer), pero no elegir lo que uno quiere. Desde esa perspectiva hay poco que añadir y, ciertamente, algo debe haber de vocación irresistible. Sin embargo, ello no es óbice para seguir empeñado en descubrir alguna explicación menos hermética para la obsesión del nulla die sine línea: ni un día sin boli. Al respecto, hay hipótesis para todos los gustos y deducciones que aconsejarían cambiar de quehacer si no fuera por su inevitabilidad, lo que abunda en la razón que asiste a los citados por más que envejecer en las letras sea disparate (Séneca) o, para Pessoa, haya que elegir entre escribir o vivir. Si fuera posible decantarse, cabría añadir.

Pese a todo lo anterior, seguir con la pluma o el ordenata puede obedecer a motivos menos agobiantes y que no impidan el sueño. Porque si bien es cierto que la inicial afición puede llegar para algunos a convertirse en hábito que se impone como el único modo de ser, no lo es menos que del mismo pueden obtenerse tales satisfacciones que den razón a Platón: veneno y remedio a un tiempo. Los hay que apuntan a que se escribe para comprender el mundo o a uno mismo y, de entre las incontables justificaciones, algunas son de cariz pragmático (artículos en prensa para mantener el brazo caliente, decía García Márquez, o para poder hablar sin ser interrumpido según Jules Renard) y otras discurren a medio camino entre filosofía y poesía: para no morir, buscar la diaria salvación mediante la palabra en opinión del poeta Tomás Segovia o, según Eugenio de Andrade, uno de mis iconos como afirmaba en estas páginas hará un par de semanas, "€para ascender a las fuentes / y volver a nacer".

En mi humilde parecer, siquiera por el exiguo número que hoy celebro, cualquiera de los anteriores motivos puede asumirse dependiendo del momento anímico en que te pille la pregunta, y sea novela, relato o breve artículo lo que se tenga entre manos, el predominio de una u otra interpretación se subordina a circunstancias incontrolables. Quizá cada página, o cada párrafo, haga aflorar entusiasmos y dubitaciones que pueden terminar por solaparse: la inicial intención quizá haya encontrado la adecuada expresión escrita y, al poco, la euforia de una relectura que no ha precisado de corrección deje paso, en las siguientes líneas, a un lapso en que el autor se pregunte si acaso fuera mejor borrarlo todo y volver a empezar. Incluso cambiando ese tema que en días pasados prometía dar todo de sí.

Encuentra un camino y hazlo, aconsejaba el clásico. Aunque a veces nos planteemos si lo estamos transitando como nos gustaría cuando empezamos y de ahí algún que otro insomnio: debido a la columna que deberá entregarse mañana o, a mitad del libro en ciernes, por una estructura que convendría rehacer. Y para la alternativa de dedicarse a otros menesteres, valdría de nuevo el símil del tigre o el caracol.

En mi caso y llegado al millar, no sabría decir a ciencia cierta lo que buscaba cuando empecé. En consecuencia, tampoco sé si a fecha de hoy se han cumplido las iniciales expectativas ya que, en esta dedicación, no existen victorias ni derrotas definitivas. Lo único claro, entre la oscuridad de las insondables motivaciones, es que no puedo sino continuar y por tanto, la semana que viene -si el tiempo y la dirección del periódico lo permiten-, ¡la 1.001! ¿Hasta alcanzar por lo menos cinco cifras? Habrá que ver pero, como alguien diría, antes muerto que sencillo.

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