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Muerte al piropo

Nunca he practicado el piropo callejero. Cuestión de educación y respeto, timidez o pavor al ridículo. Sobre todo, por educación y respeto. Parece que el piropo proferido por una mujer a un hombre es práctica aceptada, ya que los hombres, ya se sabe, pecamos de vanidad y nos encanta recibir flores verbales que invadan nuestra intimidad. Personalmente, me encanta que las pescaderas me digan, de vez en cuando, "guapetón, que te pongo." Hay piropos obscenos, ñoños y que, de alguna manera, ponen en patética evidencia al piropeador. Ellos mismos se descalifican. El grupo parlamentario de Podemos y derivados propone multar al piropeador, o bien castigarlo a trabajos en beneficio de la comunidad. Puro despropósito, muy propio de la dictadura blanda de la corrección política, que vigila comportamientos no deseados y fiscaliza cualquier gesto impuro. Aun así, entiendo la molestia que pueda causar el piropo en cuestión, que siempre suele ser expresado con intención halagadora, aunque dicho halago pueda funcionar, justamente, en sentido contrario, es decir, en ofensa.

Antes, el hombre se sentía casi obligado a piropear a una mujer con el fin de elogiarla o mostrarse cortés, exceptuando, por descontado, los comentarios directamente soeces. La idea inicial del piropo era la de destacar la belleza de la mujer, mediante un requiebro más o menos ingenioso. Ahora bien, hoy el piropo, cosa antigua, es sinónimo de acoso sexual. Uf, no sé. Nos estamos volviendo extremadamente fiscalizadores y, por tanto, rozamos la imbecilidad con ínfulas de corrección política. Tras la multa al piropeador, llegará el apartamiento social del mismo. Si la mujer o el hombre piropeados se sienten ofendidos, molestos o cabreados por el piropo proferido, siempre se puede combatir verbalmente. En fin, el derecho a hacer uso del contrapiropo. Por supuesto, ahí está la educación, fundamental para tratar este tema. Hay que combatir la grosería, pero no multándola o castigando al grosero. Sí, hay que subrayar lo de siempre, y nunca es suficiente: el respeto, el tacto. También es cierto que no es lo mismo piropear a quien conocemos que a una desconocida o desconocido, así a las bravas.

Sin embargo, la vida es eso, mucho más flexible y sorprendente, para lo bueno y para lo malo, que los esquemas rígidos y punitivos que los nuevos teólogos de la santa progresía nos quieren imponer. Si suprimimos lo imprevisible y los imponderables, la vida se queda reducida a un programa de buen comportamiento, encajonada en esquemas. Un puritanismo que proviene de una izquierda con poca cintura y humor nulo. Lo descabellado y peligroso del asunto es que estamos tomando un camino que va directo a la asepsia y al perenne ceño fruncido, ese ceño vigilante que detecta actitudes impropias a todas horas a la mayor gloria de un estado sutilmente, o no tan sutilmente, policial. Con todo, aún existe algún que otro gañán que berrea su mal gusto en forma de pretendido piropo, como también debe existir todavía el típico piropeador relamido que está encantado de conocerse y de proferir comentarios que él considera el no va más de la ingeniosidad verbal y del agasajo femenino. Sin embargo, sospecho que cada vez quedan menos ejemplares de esta especie.

Lo que es más preocupante es la dinámica punitiva en forma de ley, no por el piropeador en sí, sino por lo que supone este afán castigador, que es lo que en el fondo late bajo la multa. De los andamios, de hecho, caen pocos piropos, sólo algún que otro silbido de poca monta. Dicho esto, el piropo callejero tiene un punto macarra que jamás me ha gustado, tanto si el piropo es el colmo de la finura como si es directamente una obscenidad. Ahora bien, no olvidemos que el piropo puede ser una fuente de alegría.

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