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Juan Gaitán

Perder

La victoria tiene un algo soez, radicalmente contrario a la estética del perdedor, que siempre ha sido más fotogénica

La victoria es alada pero acaso sin cabeza, como se puede comprobar cuando subes las escaleras del Louvre y te la encuentras frente a frente, a punto de alzar el vuelo.

La victoria es así, alada por cuanto efímera, mientras que la derrota es grave y densa, como todo cuanto se pega a suelo, al modo en que suelen ser las cosas cotidianas.

Probablemente la mayoría de las personas, esa gente que sostiene el universo, que madruga y labora, que soporta y calla y lleva los niños al colegio y no se mete en líos, sea incapaz de enumerar todas las veces que ha perdido pero sí tenga una conciencia exacta y definida de las veces que ha ganado, porque lo escaso es más fácil de contabilizar y retener en la memoria. Es la gente acostumbrada a que siempre sea para otros el premio, esa que "trabaja de trueno y es para otros la llovida", como dijo Atahualpa Yupanqui, la misma gente que se entristece con la derrota de su equipo de fútbol aunque en el fondo nada le vaya en ello, la que sigue con curiosidad los procesos electorales para comprobar que casi siempre vale más una cucharada de suerte que un barril de sabiduría, según el acertadísimo proverbio chino (quizás a esta hora en que usted me lee, acaso con el primer café de la mañana, ya se sepa más claramente quién llevará las riendas del Partido Popular en los próximos años, ante quién se inclinarán las cabezas).

Ya nos dejó dicho el conde de Villamediana (que por cierto era eso que se llama "un triunfador", un tipo acostumbrado a ganar siempre, pero que acabó muriendo de muy mala manera en una emboscada en pleno centro de Madrid) que "cerca está de grosero el venturoso", y tenía toda la razón. La victoria tiene un algo soez, radicalmente contrario a la estética del perdedor, que siempre ha sido más fotogénica.

Lo estamos viendo estos días durante el Mundial. Aunque lo más habitual es que todo el mundo corra "en auxilio del vencedor", como dice la irónica frase tan repetida en estos días, al final uno acaba identificándose más con el llanto del lanzador que falla el penalti que con el grito eufórico de quien consigue meterlo y logra la victoria. Porque en el fondo todos somos lanzadores de penaltis que se van a la grada, o que los detiene el portero, y nuestra vida es una concatenación de caídas y sus correspondientes levantadas, hasta que comprendemos, si es que tenemos un poco de fortuna, que esa es la única victoria posible, la de incorporarse, sacudirse el polvo y volver a intentarlo.

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