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José Carlos Llop

Crónica de Nantes

Esta semana, Nantes ha saltado a los informativos y no por celebrar algún aniversario de Julio Verne. La policía mató a un joven en un control y la banlieue de Nantes ha ardido en disturbios. El jueves, el policía que disparó quedó bajo arresto. Pero no quiero hablar de este asunto sino de Nantes, la ciudad que tan bien cartografió Julien Gracq en su libro La horma de una ciudad. El escritor alemán Ernst Jünger, ya mayor, fue a visitar a Gracq y se conservan imágenes de ambos paseando juntos por las calles de Nantes. Gracq más callado, el gesto paciente y ejerciendo de anfitrión. Jünger marcando un paso ligero y acelerado, recta la espalda y sin parar de hablar, como excitado por alguna sustancia, cuando las sustancias, en él, eran él mismo. En esas imágenes deben de sumar, entre los dos, ciento ochenta años. Durante el paseo, pasan por delante de una tienda donde compré unos botones (mi madre los guardaba en cajas de metal y los sacaba cuando estábamos enfermos para que jugáramos con ellos: desde entonces me gustan los botones y a veces, fuera de casa, compro algunos).

El día que llegué a Nantes -finales de 2016- coincidí frente a una floristería con el escritor catalán Jordi Puntí -a quien había conocido meses atrás en la bellísima plaza Stanislas, de Nancy-. Nos fuimos a comer a La Cigale, que es el esplendor colorista del interiorismo modernista hecho restaurante. En La Cigale se rodó buena parte de Lola, la película de Jacques Démy, protagonizada por la gran Anouk Aimée (única mujer que ha representado a la Justine de Lawrence Durrell). Puntí y yo nos sentamos a una pequeña mesa junto a una vidriera alta que daba a una plaza rectangular, muy cartesiana en sus edificios y arbolado. Allí hablamos de Pla y Nabokov y de sus posibles encuentros en el Berlín de entreguerras, que Puntí acababa de escribir en L´Avenç.

Mientras, nos preguntábamos a quien debía estar dedicada la estatua situada en el centro de aquella larga plaza. Tras los postres, nos encaminamos hacia ella y ahí con las piernas abiertas y bien plantadas en tierra, botas altas y sable desenvainado en la mano, estaba el general Cambrone, que al ser instigado a rendirse por los enemigos de Napoleón, replicó con su famoso ¡Merde!, que ha pasado a la historia. Lo que no sabíamos es que Cambrone fuera natural de Nantes. Como lo era la cantante Bárbara -que salió de Nantes como Santa Teresa salió de Ávila, dejando atrás hasta las sandalias: "De Ávila, ni el polvo", dijo la santa al cruzar las murallas- y lo es también la ya antigua fábrica de galletas Lu. Ambas -una preciosa maqueta de ésta y una fotografía de aquélla- ocupan lugar destacado en el museo de historia de la ciudad, situado en el castillo de los duques de Bretaña, que tiene el mayor patio de armas que haya visto en mi vida. Pero no crean: la Edad Media, el esclavismo, el siglo XVIII, la II Guerra Mundial o la pintura francesa están allí impecablemente repartidos.

Los contrastes son grandes: recuerdo mi descubrimiento de la obra del pintor y xilógrafo Jean-Émile Laboureur, la calidez de la Librería Coiffard y un barrio de arquitectura constructivista, estalinista incluso -grandes avenidas, grandes bloques€- que había que cruzar para llegar al Rastro dominical, idéntico como todos los franceses de provincia al que aparece en las primeras páginas del álbum tintinesco El secreto del Unicornio. Pero sobre todas las cosas, dos son los recuerdos imborrables de Nantes: el pasaje Pommeraye y una fascinante misa de rito sirio, o de rito caldeo-iraquí.

Colecciono pasajes en toda ciudad que los tenga y entre ellos mis preferidos son los pasajes cubiertos, laberintos acristalados donde la vida se detiene y al mismo tiempo se agita de una manera distinta a la de las calles: como si viviéramos en un refinado frasco de vidrio rodeado de viejas tiendas maravillosas. En uno de ellos, el Passage des Panoramas, de París, nació el escritor Louis F. Céline y en el Passatge del Crèdit, de Barcelona, nació el pintor Joan Miró. El pasaje Pommeraye es un pasaje de escalinatas y distintos pisos, digno de un fragmento de Proust que habría hecho también -sin ser nada proustiano- las delicias de Borges. Visita obligada si visitan Nantes.

Lo de la misa en la catedral, en cambio, fue azar. Al pasar por delante camino del Rastro escuché unos cánticos antiguos que me trasladaron inmediatamente a algún lugar entre el Oriente y los coptos. Los celebrantes parecían salidos del antiguo Egipto o de otra aventura de Tintín, la manera de llevar la estola como una banda, las voces, las pieles y los rasgos acompañaban una liturgia de siglos, perteneciente al origen de la Iglesia católica. La catedral estaba abarrotada y no hubiera salido de allí jamás. De hecho, sucedió a partir de un momento que físicamente perdí el sentido de ubicación: estaba allí y al mismo tiempo en otra parte muy lejana; estaba en 2016 y al mismo tiempo en otro tiempo muy antiguo.

La literatura -había ido a Nantes invitado por el festival Impressions de l´Europe- tiene estos regalos inesperados. Pero la vida, desgraciadamente, pone a veces el objetivo en cosas muy distintas y de ahí que Nantes haya saltado esta semana a las primeras páginas y cuando llega la noche nadie se acuerde de Julien Gracq, ni de Bárbara ahora.

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