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Eduardo Jordà

Ven aquí, Luis

Me cruzo con una pareja de mediana edad por la calle, a esa hora en que la gente se sienta en las terrazas a beber cerveza y a tomar el fresco. El verano está aquí y la gente tiene ganas de celebrarlo. De pronto un perrito pasa corriendo a mi lado. "Luis, Luis, vuelve", le dice el hombre mientras se golpea la rodilla con la mano. Luis no quiere obedecer. Se pone a olisquear un kiosco de prensa y luego recorre las mesas de un bar. El hombre se ve obligado a alzar la voz: "Luis, Luis, venga, vente ya". Luis sigue sin hacerle caso. Y cuando me alejo, no sé si el huidizo Luis ha obedecido por fin a su dueño o sigue correteando por la acera. El verano ya está aquí, y también Luis parece dispuesto a celebrarlo igual que su dueño.

He escrito "dueño", pero es evidente que la relación que une a este Luis con el humano que le pedía que volviera no es la de amo y siervo. Este Luis ya no es una simple mascota, ni un animal de compañía al que se le ha cogido cariño, ni tampoco un compañero o un amigo. No. Porque Luis ya ha alcanzado un grado de intimidad con el ser humano que de alguna manera lo convierte en un miembro más de la familia. De hecho, Luis es el primer perro con nombre de persona que he oído nombrar, pero seguro que ahora mismo hay muchas mascotas que llevan un nombre que podría ser el de sus dueños (y repito que la palabra "dueño" ya no es la adecuada para describir la relación que une al humano y al perro). Y esta costumbre se ha introducido, imagino, desde que las mascotas se han integrado por completo en nuestra vida como miembros de pleno derecho. Ahora ya no compramos un perro, sino que lo adoptamos o lo acogemos. Y ahora no llamamos a la mascota Thor o Boira o Vampirella, sino que le ponemos un nombre inequívocamente humano, un nombre que nos recuerde que ya es uno más entre todos nosotros. No un ser diferente, no, sino uno más. Nuestro semejante, nuestro hermano.

Este fenómeno es nuevo y quizá no tenga más de veinte o treinta años, aunque es algo que se veía venir desde hace tiempo. En las afueras de Tánger hay un cementerio de perros -ahora está ya abandonado- en el que se pueden ver las tumbas de las mascotas, con su nombre y la fecha de su nacimiento y de su muerte. Esos animales enterrados en Boubana ya no son mascotas, sino otra cosa mucho más próxima a nosotros. Una de las lápidas está dedicada a un Hugo, un perro que lleva un nombre que en otros tiempos no se habría considerado adecuado para un animal. Porque los nombres de perro que recuerdo no solían ser nombres de humanos, o en todo caso eran nombres raros o cuando menos con una resonancia extranjera, para que quedase claro que había una distancia entre el mundo del animal y el mundo de los humanos. Recuerdo muchos perros llamados Blacky, y muchas perritas llamadas Lulú, y perros que tenían nombres de sagas escandinavas, y otros que aludían a cualidades -supuestas o reales- del animal: Patán, Nevado, Xelest, Gros. También había muchos nombres tomados de las series de televisión o de los libros que nos gustaban: Lassie, Milú, Idefix, Bartleby (éste era un perro singularmente lento y perezoso). Y en los raros casos en que se le ponía un nombre de persona a un perro, se le ponía Toby, que era inglés, o Eric o Tom o Frida, que sonaban vagamente exóticos. Pero no, desde luego, Cati o Luis.

Uno de los primeros nombres de perro que conocemos es Argos, el perro de Ulises que reconoció a su dueño cuando éste regresó a Ítaca disfrazado de mendigo. Argos significaba en griego arcaico "brillante" o "rápido", y como en tantos nombres de animales, pretendía describir una de las cualidades del animal, o en todo caso infundírselas, porque los hombres de la antigüedad creían que la palabra también era la cosa, de modo que un nombre podía conferir al ser que nombraba las cualidades encerradas en su significado. Los animales, por tanto, se llamaban Feroz, Fiel o Rápido. Y así se llamaban también los primeros humanos, cuyos nombres no conocemos porque no había escritura que los consignara, pero que podemos adivinar por los nombres que usaban los aborígenes australianos o los indios americanos que vivían como en los tiempos del Paleolítico. Muchos aborígenes australianos se llamaban Trueno o Lluvia. Y los indios tenían nombres como Alce Negro u Oso Gris, en honor a la fuerza y al poder de esos animales.

En cierta forma estamos volviendo a los tiempos del Paleolítico. Vivimos unos tiempos tan asépticos y tecnificados que echamos de menos los viejos tiempos de los hechiceros y de los chamanes, que imaginamos -erróneamente- tan amables y felices como una comuna hippie en Formentera. Y así les ponemos a los humanos nombres de fenómenos atmosféricos o de animales. Y a los animales, sobre todo a las mascotas, les ponemos nombres iguales a los nuestros. Como Luis, por ejemplo. No sabemos hacia dónde nos va a llevar esta mutación existencial, pero tendrá sus consecuencias, seguro. Y por cierto, me pregunto si Luis habrá vuelto ya con su atribulado siervo.

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