Las dictaduras nunca son buenas y, si para su continuidad es necesario, asesinan sin escrúpulos: asesinan leyes, principios, conciencias y personas. Lástima que no se vea venir a tiempo. Al menos es lo que ha ocurrido en Nicaragua. ¿Quién iba a predecir en 1979 que aquel guerrillero, Daniel Ortega, que derrocaba al tirano Somoza iba a convertirse en el peor dictador de la historia del país? Desde el inicio del triunfo de la revolución sandinista hasta hoy, lleva ya 22 años gobernando (con un paréntesis de 16 años en que gobernó desde abajo).

¿Cómo ha hecho para perpetuarse? La verdad es que no le ha importado nada: Primero, cambió la Constitución que le impedía ser reelegido; después, vetó la presencia de observadores nacionales e internacionales en las elecciones de 2015; y finalmente, imposibilitó la formación de partidos de oposición poniéndoles todas las trabas legales para lograrlo.

Pero cuando pensaba que todo iba sobre ruedas, le estalló la dictadura en las manos en el momento menos pensado. No se trata de una guerra civil porque el pueblo no está armado. Se trata de un pueblo unido que despierta y decide que basta ya. Todo comienza el 19 de abril de este año. Había aprobado una ley de la Seguridad Social que reducía las pensiones de los jubilados entre un 7 y un 10%, por lo que los afectados junto con sus nietos universitarios inician unas marchas de protesta social. Y ahí cometió un grave error propio de dictador: ordenó que dispararan para reprimir la marcha. Hubo muertos y heridos. Y esto fue el detonante que despertó al pueblo de su letargo. El país entero reaccionó y todo el malestar acumulado en años, estallaba a partir de ese momento.

Sin embargo, la represión continuó. Ya van casi 300 muertos en 70 días. Más de 1.700 heridos de bala. Muchos desaparecidos y presos torturados. Un estado de sitio de facto instalado en todas las ciudades a partir de las seis de la tarde. Comercios, escuelas y universidades cerradas. La gente para protegerse ha levantado barricadas en los barrios. Pero los parapoliciales circulan por las calles derribándolas y disparando a todo el que se oponga, al más genuino estilo del Estado Islámico, en camionetas Toyota Hilux llenas de hombres que apuntan con sus fusiles y metralletas.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha visitado el país y elaborado un informe con los datos recogidos que fue presentado el 22 de junio en la OEA. El Gobierno de Ortega lo rechazó tachándolo de subjetivo. En estos días, otra comisión de la CIDH, llamada MESENI, investiga los crímenes junto a un grupo de la ONU en el país. Pero no les facilitan el trabajo, les prohíben la entrada a las cárceles y hacen caso omiso a sus llamados de cese a la represión.

El pueblo, sin embargo, continúa unido por la lucha de su libertad y democracia. El desgaste de 70 días empieza a notarse, pero tienen claro que no pueden ceder ahora. Sus protestas se pueden leer en las redes sociales a pesar de la censura y la persecución. Se pueden ver en las marchas multitudinarias, a pesar de que en todas les han disparado. En las barricadas que vuelven a levantar, a pesar de que se las destruyen. Y también en su fe y su esperanza.

Porque la impasibilidad absoluta de la dictadura Ortega- Murillo se contrapone con la compasión, acompañamiento y liderazgo espiritual que se ha ido ganando la Iglesia en el país. Sacerdotes y obispos están arriesgando su vida por su gente con valentía heroica: son ellos los que piden el cese al fuego en los lugares de asedio, los que recogen cadáveres y los entregan a sus familiares, los que abren las iglesias para refugiar a las víctimas. Y también son ellos los que están sentados como mediadores en la Mesa de Diálogo Nacional.

No se sabe cuándo ni cómo llegará el final. Pero la de Ortega es hoy una dictadura en continuo jaque. La ONU, la OEA, e incluso la UE condenan sus crímenes y llaman a adelantar elecciones en Nicaragua.

* Profesora del CESAG