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Antonio Papell

Cataluña desde dentro

Se está abriendo paso una tesis sobre la cuestión catalana que probablemente ilumine bastante bien la situación, confusa por su propia complejidad y por la evidencia de que el camino de resolución que se apunta, el diálogo y la negociación entre los representantes del Estado y de la Generalitat, está bloqueado por la intransigencia radical del soberanismo, por lo que cualquier aproximación será sumamente trabajosa.

La tesis, enunciada por Jorge Dioni López García en un artículo reciente en Analytiks, afirma que el problema de Cataluña es Cataluña; que en realidad el Procés no ha llegado a nada porque, antes de que pueda pensarse en el reconocimiento exterior de un proceso soberanista, que es el que le permite anclarse en la comunidad internacional, resulta indispensable el reconocimiento interno, y este no existe, no se ha producido. O, dicho en la jerga de los soberanistas, estos han fracasado al intentar construir unas estructuras de estado sobre el consenso claramente mayoritario de la sociedad civil. Ni el consenso existe -la fractura es manifiesta- ni se ha avanzado orgánicamente en la construcción de un aparato autosuficiente.

Efectivamente, la sociedad civil no es ni mucho menos unánime, ni siquiera acopia una mayoría claramente dominante. La huida de miles de medianas y grandes empresas no sólo tiene significado económico: también político, y demuestra la defección masiva, generalizada, de las fuerzas vivas del Principado, del grupo vital de los emprendedores y empresarios, que forman una de las columnas vertebrales de cualquier país, real o en proyecto. Además, el partido más votado de todo el territorio es precisamente el que con más énfasis detesta el Procés€ Se dirá que esta victoria es ficticia porque en realidad el soberanismo es dominante€ Pero ese soberanismo -acaba de verse- está dividido de manera ya muy ostensible, y precisamente entre los pragmáticos que quieren reducir a proporciones manejables el halo romántico del soberanismo y aquellos otros que fían todo a las políticas de gestos, muy aparatosas pero perfectamente inútiles.

¿Quiere decir esto que hay que renunciar a negociar? En absoluto: Pedro Sánchez, quien ya ha lanzado la tesis de que la irritación social de la que ha emanado el 1-O proviene en buena parte del desapego y la falta de tacto de Madrid, tiene ahora la obligación de emprender el diálogo con el soberanismo encarnado por el pintoresco Torra, cuya biografía es bastante para desacreditar sus puntos de vista. Pero ha de hacerlo con la conciencia de que el intento fracasará, de forma que el objetivo de la reunión, desde el punto de vista del Ejecutivo de Sánchez, es cargarse de razón, también ante los propios catalanes. Y a continuación, el Gobierno tiene la obligación de suplir las carencias de la Generalitat de forma que en la reforma del sistema de financiación autonómico y en los sucesivos avances del régimen descentralizado, Cataluña no quede descolgada sino al contrario: su autonomía debe perfeccionarse en determinados aspectos en los que el autogobierno adquiere todo el sentido. Dicho en otros términos, mientras el independentismo se envuelve en la utopía, el Estado español ha de velar porque los catalanes sean tratados con exquisita equidad; mientras el nacionalismo resuelve sus querellas internas, las formaciones estatales, con el PSC al frente, han de detectar las necesidades y las demandas reales cuya satisfacción pueda mejorar la vida de los ciudadanos.

¿Y la negociación? Ya llegará el momento. Los pueblos cultos y maduros pueden abandonarse y derivar temporalmente a consecuencia de resquemores históricos mal resueltos o de errores políticos mal atajados, pero al cabo terminan regresando al espacio central de la razón y el equilibrio. Y la fractura interna de Cataluña, que es sin duda más preocupante que la grieta que el soberanismo ha pretendido abrir ente Cataluña y el resto del Estado, terminará cerrándose en cuanto se palpen las negativas consecuencias de la obstinación de la minoría radical sobre el nivel de vida, la paz civil y la concordia colectiva. A fin de cuentas, la cohesión interna de Cataluña, basada en lazos más sólidos que los de la simple adscripción partidaria, presionará a favor de cerrar heridas y de encontrar fórmulas de conciliación.

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