La coalición de partidos que forma el Govern sigue ofreciendo signos inquietantes de división. Los roces puntuales y los desencuentros han ido in crescendo a medida que se acerca el final de la legislatura y los distintos líderes necesitan subrayar sus diferencias. Pero no se trata sólo de una pugna por definir un espacio propio en cuestiones marginales, sino que la desconfianza entre los dos socios del Pacto -PSIB/PSOE y Més- afecta incluso a la puesta en marcha de las principales decisiones del gobierno. No ayuda la desaparición del Ejecutivo de Mariano Rajoy, al cual -como chivo expiatorio- se le acusaba repetidamente de ser el responsable de las insuficiencias que aquejan a nuestra autonomía. Con Pedro Sánchez en La Moncloa, resulta más difícil plantear esta dialéctica maniquea de buenos y malos; más aún cuando los primeros gestos del mandatario socialista no han sido especialmente favorables a los intereses insulares. Lógicamente, Més ha aprovechado enseguida la coyuntura para recuperar protagonismo frente a un PSIB que pide tiempo para Sánchez. Sin duda, a doce meses de las próximas autonómicas y municipales el nerviosismo de los partidos crece.

El último episodio del desencuentro entre los socios del Pacto ha tenido lugar esta semana en torno a uno de los asuntos cruciales de la legislatura: la regulación del alquiler turístico. Más allá de la polémica concreta sobre la conveniencia de liberalizar (o no) el arrendamiento a corto plazo -un debate sustancial que afecta al modelo de sociedad-, resulta innegable que la falta de una normativa clara incide negativamente sobre la seguridad jurídica. Y, sin una regulación inequívoca, las decisiones económicas o bien se paralizan o bien titubean en el vacío que dejan los resquicios y las contradicciones legales. Nada, por tanto, interesa más a un territorio que contar con leyes firmes e instituciones sólidas que le proporcionen estabilidad. Afrontar con rigor los grandes problemas de una región -y la dificultad de acceder a la vivienda en Mallorca constituye, desde luego, uno de ellos- supone no sólo adoptar medidas decididas y valientes, sino ante todo acertar con una regulación nítida y coherente que no nos lleve de sobresalto en sobresalto.

La última sorpresa que hemos tenido en este sentido es la noticia de que la Comisión balear de Medio Ambiente -cuyos informes son vinculantes y que controla Antoni Alorda, de Més- exige al Consell la prohibición estricta del alquiler turístico en las zonas saturadas del litoral. Hablamos de enclaves como Palmanova, Santa Ponça o Magaluf, por citar unos cuantos ejemplos. Hay que recordar que la propuesta impulsada por la socialista Mercedes Garrido era más flexible y facilitaba el alquiler turístico en estas localidades durante un periodo acotado de dos meses cada año. La Comisión de Medio Ambiente impone además mayores restricciones en el arrendamiento turístico en suelo rústico común. Existen, por supuesto, argumentos sólidos para extender las limitaciones restrictivas, especialmente en lo que afecta a la sobreexplotación de recursos naturales en zonas ya de por sí saturadas; pero también cabe ponderar las razones opuestas, como la extensión de los beneficios del turismo a otros sectores de la ciudadanía o la libertad de explotación que se asocia a la propiedad de un inmueble.

Aunque como es obvio no existen soluciones milagrosas, conseguir una regulación clara que ordene el alquiler turístico y le dote de un marco estable constituye un objetivo innegociable. Perderse ahora en batallas tácticas menores nos muestra, en cambio, el rostro habitual del partidismo. Muchos afectados tienen la sensación de que el Pacto se mueve al arbitrio de cierta improvisación, no ajena al choque de egos entre los hombres fuertes del Govern. Pero, por desgracia, sin una mejor coordinación ni una voz común, es muy difícil que la política en mayúscula obtenga los resultados deseados.