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Antonio Papell

El farol no es delito

El gran Peridis atinó ayer de nuevo, como casi siempre, y describió en dos viñetas los múltiples matices del gran drama suscitado por el conflicto catalán. En la primera, frente a tres jueces con toga que señalan a sus antagonistas flotantes bajo un globo en que se lee "rebelión, malversación, desobediencia", están levitando Clara Ponsatí y Puigdemont, y la exconsellera dice: "Era un farol". En la segunda viñeta, con los mismos personajes en idéntica disposición, ella prosigue: "El farol no está tipificado como delito", y Puigdemont murmura para sus adentros: "A ver si cuela".

En resumidas cuentas, la cúpula soberanista comandada por Puigdemont (Junqueras, encarcelado, no participa del aquelarre general) no parece ser consciente de que sus integrantes intentaron dar un golpe de Estado que felizmente no llegó a consumarse pero que ya había movilizado a las fuerzas vivas del Estado, que lo hubieran impedido por todos los medios a su alcance en el cumplimiento estricto de su obligación constitucional. Los promotores del golpe, que se inició de facto cuando a sus instancias el Parlament de Cataluña aprobó las pertinentes leyes inconstitucionales y que culminó en la consulta ilegal del 1-O, recularon en el último momento pero estuvieron a punto de provocar un drama comparable al que en ocasión semejante, en 1934, tuvo un desenlace cruento de la mano de Companys. Felizmente, no fue así -como irónicamente han recordado en un primer momento las autoridades judiciales alemanas para relativizar la responsabilidad de Puigdemont en su ataque al Estado-, pero de lo que no hay duda es de que aquello no fue un juego sino una operación mucho más peligrosa, porque el unilateralismo -las guerras balcánicas dan fe de ello- conduce a tensiones imprevisibles y con frecuencia incontrolables.

Con todo, la teoría del juego de póquer parece haberse extendido en el soberanismo: Torra no parece entender que sus conmilitones presos o huidos serán acusados de graves delitos contra la seguridad del Estado, lo que impedirá su puesta en libertad a corto plazo y les obligará probablemente a cumplir penas significativas. Los nueve encarcelados serán conducidos próximamente a prisiones catalanas ya que la instrucción que ha llevado a cabo el juez Llarena ha concluido (Interior ya ha preguntado al instructor por este particular), pero el procedimiento judicial sigue y el Tribunal Supremo acaba de confirmar el procesamiento por rebelión de los quince imputados, con Junqueras y Puigdemont a la cabeza, lo que significa su inminente inhabilitación, que les impedirá votar en el Parlament. Sin embargo, no parece ni mucho menos fácil que la fiscalía proponga su libertad condicional, como sin duda le exigirá Torra a Sánchez en la reunión entre ambos del 9 de julio.

Es la teoría del juego de póquer la que en el fondo esgrime Torra cuando afirma la existencia de presos políticos, como acaba de hacer una vez más en Washington ante las palabras del embajador español, Morenés, quien lógicamente ha desmentido que en la democracia española haya "presos políticos". Y es en este universo paralelo en el que Torra planteará al presidente del Gobierno un "referéndum pactado", que se basaría en el "irrenunciable derecho de autodeterminación" de Cataluña.

Si el soberanismo no baja de la nube en que todo es ficción -empezando por la partida de póquer que pudo ser dramática- resultará muy difícil que el conflicto se encarrile hacia una solución paccionada, que inevitablemente ha de buscarse en el marco constitucional. Sánchez mantiene un tono completamente distinto al de Rajoy en el viejo contencioso y, sin duda, tiene una serie de convicciones progresistas que le diferencian de su antecesor, pero comulga absolutamente con el credo y los valores democráticos que le impedirían transigir con actitudes como las que alinean al soberanismo con intransigencias populistas y marginales en Europa. La esperanza es que Torra y los suyos, que vociferan y lanzan improperios y dislates en público, sean en realidad más sensatos en las negociaciones discretas. Pero al final, en política, lo público y lo privado termina convergiendo y cualquier salida de tono inoportuna puede destruir la más pacífica negociación.

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