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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

El gimnasio y el libre albedrío

El grupo del gimnasio es un microcosmos. Se podría hacer un estudio sociológico y psicológico. Todos somos personajes arquetípicos capitaneados por un entrenador con aspecto de dios griego que, lástima, no sabe quién es Madonna

Ir al gimnasio y no morir en el intento es parecido a dejar de fumar. Hay que hacerlo desde la convicción de que tomas esa decisión porque tú quieres y no porque alguien te lo impone. Cada mañana, durante meses, mi vecina (y amiga) dejaba un papel pegado en la puerta de casa: "hoy podría encender un cigarrillo. Nada me lo impide. Tengo buena salud pero, ¿sabes qué? Elijo no hacerlo. Yo decido". A ese mensaje de autoafirmación a veces le añadía una postdata en forma de taco. Ya lleva diez años sin fumar. Bravo por ella. Copio esa actitud y hago uso del libre albedrío en relación a ir, o no, al gimnasio. Cada mediodía le comunico a mis compañeros que "hoy podríamos comer relajadamente y echarnos unas risas pero, ¿sabéis qué? Elijo sudar. Todo sea por las endorfinas". Ay.

Entreno con un grupo que es un reflejo de la sociedad, en miniatura y en mallas. Una chica que fue mamá hace poco llega arrastrando la bolsa y los pies. Entre el trabajo, ir al banco, hacer la compra, pasar por la farmacia y recoger a su hija solo le quedan 45 minutos para hacer lo que sea. El otro día se dejó las zapatillas deportivas. Menos mal que el profesor hizo la vista gorda y le permitió pedalear con unas sandalias. El entrenador, además de parecer un dios griego envuelto en microfibras, es empático. Mola mucho. Hay un chico que solo hace ejercicios de calentamiento. Los practica durante horas. Da saltitos, sube y baja los brazos y, de repente, se tira al suelo para hacer flexiones. A veces rompe la rutina e intercala algunas sentadillas. Solo dos, o cuatro, o seis? Siempre números pares. Estoy convencida de que es un genio en potencia. Un compañero entrena para participar en una Spartanrace. Un evento deportivo que debió inspirarse en Rambo. Hay que correr y superar obstáculos. Como la vida misma, solo que en la Spartan te avisan de que probablemente acabarás lesionándote. Todos admiramos su capacidad para arrastrar pesos de hasta 60 kilos, o su facilidad para hacer flexiones haciendo el pino. Después de verle, nadie se atreve a hacer abdominales sobre una colchoneta. Son demasiado anodinos. Un hombre se pasa todo el entrenamiento opinando sobre los demás. La tabla de ejercicios es mejorable, el ángulo del codo es incorrecto, la flexión poco efectiva, el estiramiento insuficiente y blablablá. Necesita aparentar ser inteligente, a costa de criticar a los demás. Es más cansino que correr tres kilómetros seguidos. Hay una chica que compite con quien sea que tenga a su lado. Solo los muy maduros no caen en su trampa y asumen que cada uno tiene el ritmo que tiene. Una chica se escapa al vestuario a ingerir batidos de proteínas y acaba de incorporarse una joven que incumple las normas higiénicas y se rasura las piernas bajo la ducha. Si no fuera porque los tatuajes demoníacos que luce en la espalda dan miedito, doy mi palabra que le llamaría la atención. No parece tener capacidad de encaje.

Un día traté de hacerme la graciosa con el dios griego. Le pedí si tenía posibilidades de acabar teniendo el cuerpo de Madonna. Mal hecho. Me contestó que no recordaba cómo era la cantante y que solo la conocía de oídas. De algún disco que su madre aún conserva. Hay que ser muy devota del libre albedrío para seguir yendo al gimnasio y no morir en el intento.

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