Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Una plaza en Santa Pola

Mariano Rajoy regresa a su puesto de funcionario, plaza que tiene en propiedad. No quiere grandes puestos en el sector privado ni va a aceptar puertas giratorias, que lo acabarían mareando. Y Rajoy es un hombre normal. Y esa vuelta al empleo de toda la vida debería destacarse en un país proclive a los grandes y sobreactuados gestos, así como a las estruendosas metidas de pata. Rajoy o la virtud de lo gris. Sí, eso tan gris como es el cumplimiento del trabajo. Rajoy nunca ha dejado de ser un registrador de la propiedad y, durante casi dos legislaturas, presidente de un país llamado España. Si ha pecado de algo, ha sido casi siempre por omisión, por dejar hacer, por mirar hacia otro lado. Maestro en el difícil arte del quietismo, muchos le hemos calificado de Don Tancredo, figura taurina ya desaparecida. Rajoy siempre ha parecido un hombre antiguo, es decir, un clásico. Como clásico es ser funcionario del Estado, y como gris es ser registrador de la propiedad. Y los clásicos y los antiguos suelen ser personas bien educadas, incluso caballerosas. Su objetivo es la normalidad, y esa normalidad lo representa ese regreso al lugar del trabajo tras el paréntesis presidencial, que Rajoy ha cumplido o ha creído cumplir con estricta responsabilidad. Y uno quiere creer que sí, que Rajoy se ha sentido durante estos años un verdadero servidor del país.

Sin duda, debido a su carácter en apariencia pasivo y a la lentitud de sus reacciones, ha desesperado a una nación proclive a la impaciencia y a los actos desmesurados, tanto heroicos como ridículos. Y Rajoy siempre se ha mantenido a distancia de ambos excesos. A ratos, ha parecido un ser ausente e indiferente a lo que ocurría a su alrededor. Como si los problemas no fuesen con él. Los tontos le han calificado de tonto. A ratos, nos ha parecido un sabio oriental, quieto en su posición, observando los cambios y los movimientos sísmicos, las histerias colectivas y los bandazos de sus semejantes, esperando que la tormenta menguase y volviéramos todos a la paz diaria, a esa mansedumbre cotidiana, al ronroneo dócil de la realidad. Y, de hecho, ha sido así. Los acontecimientos se han ido desarrollando de tal manera que, en efecto, la figura de Rajoy se ha mantenido incólume mientras los demás iban cayendo o moviéndose en exceso, cosa que Rajoy siempre ha considerado del todo innecesario, incluso de mal gusto, pues, a santo de qué moverse tanto si al final todos acabaremos en el mismo lugar. Eso sí, hasta que al final la moción de censura ha sido definitiva. Su despedida fue, tras una levísima y casi inapreciable emoción en los ojos y en la voz, un: "bueno, aquí os quedáis, amigos, que yo lo que deseo ahora mismo se volver a la normalidad, a mi puesto de trabajo, allá en Santa Pola." Su omisión, es decir, su no intervención ha causado un revuelo de órdago en su partido. No ha habido dedo, y al no existir ese dedo que indica al elegido o a la elegida, de repente se han despertado siete aspirantes. No sabemos si esa ausencia de dedo es por pura pereza o por amor a la democracia.

Rajoy, seguidor involuntario de Lao-Tsé, valedor de la máxima: la acción a través de la no-acción. Pues de lo que se trata es de no intervenir, de no perturbar la realidad con actos innecesarios. Antes de reducir a Rajoy a un mero inepto o vago, tal vez haya que asociarlo a la sabiduría china del Tao: "actúa sin esforzarte, trabaja sin interferir, encuentra sabor en lo insípido." Sin duda, que Rajoy nos haya llevado a China, tiene su mérito.

Y, ahora, venga ese purito.

Compartir el artículo

stats