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Antonio Papell

Jugar con fuego

Leo en la portada del principal periódico catalán que " Torra duda si plantar al Monarca". Si se entra en la noticia, se verá que el independentismo más radical que es el que Torra y Puigdemont representan, está meditando si acudirá o no a la inauguración este viernes de los Juegos del Mediterráneo, a la que el Rey asistirá junto al presidente del Gobierno, y a la entrega de los premios de la Fundación Princesa de Gerona en Vilablareix y otras actividades de la entidad en Caldes de Malavella en el jueves y el viernes de la próxima semana.

Lo surrealista es la explicación que ha dado Elsa Artadi a esta actitud indolente del Ejecutivo catalán, que se relaciona, como el lector habrá imaginado, con el 1-O, coyuntura en que "en lugar de intermediar [el Rey], decidió ser parte en un conflicto, tomar partido por la violencia ejercida sobre la población de Cataluña y validarla". Es curiosa la pretensión de que el Rey, ante la evidencia un golpe de Estado, se dique a mediar entre los revoltosos y el Estado de Derecho en lugar de ponerse de parte de la legalidad. Según este criterio, don Juan Carlos hizo mal condenando la cuartelada de Tejero, ya que debió haber intentado un arreglo amistoso entre Adolfo Suárez, de un lado, y los generales Miláns y Armada, del otro. Pintoresca interpretación del arbitraje regio y de la democracia parlamentaria.

Al margen de estas boutades, que sólo sirven para demostrar la inconsistencia intelectual de los independentistas y la puerilidad de sus estrategias, es claro que, tras la llegada de Pedro Sánchez al Gobierno, se han producido algunos gestos, que dejan la pelota en el tejado del soberanismo: el presidente del Gobierno ha anunciado su disposición a entrevistarse con Torra, el Gobierno ha levantado los controles económicos y ha tolerado la reapertura de algunas 'embajadas', el Gobierno no se niega a que los presos soberanistas sean acercados a Cataluña en cuanto haya concluido el periodo de instrucción, y existe en Moncloa explícita voluntad política de abrir una negociación en el marco constitucional.

Si los soberanistas esperaban más, se equivocaban: ni este gobierno ni ningún otro se planteará siquiera deliberar acerca del pretendido derecho de autodeterminación. La unidad del Estado no está en juego y las únicas reformas constitucionales posibles son las que la propia Carta Magna permite. En consecuencia, la exploración por parte nacionalista de los límites de la permisividad de Madrid es innecesaria. Los tanteos son inútiles. Y la realidad es la que es.

De momento, el Ejecutivo de Torra, que hace alardes de estridencia a cada momento, ha tenido buen cuidado de no transgredir la ley. Mientras la heterodoxia sea puramente verbal, nada ocurrirá. Pero pueden estar seguros Artadi y Torra de que cualquier infracción significativa será inmediatamente respondida con las medidas legales pertinentes, que en el extremo podrían llevar a una nueva aplicación del artículo 155 CE. Es lógico pensar que si fuera preciso llegar a este extremo, cualquier solución posterior del conflicto sería todavía más difícil que actualmente.

Este es el verdadero dilema que debe resolver el soberanismo: si realmente pretende avanzar -lentamente, porque el camino es arduo en todo caso- hacia una gradual resolución del conflicto por las vías legales, aunque ello comporte una reforma del sistema de organización territorial del Estado que sólo puede plantearse a medio/largo plazo, o si está más cómodo en un conflicto en carnazón, crónico, enquistado durante años. Esta segunda opción sería muy onerosa para todos ya que la inestabilidad política genera desazón económica, pobreza, desafección.

Es hasta cierto punto lógico que en la nueva situación las partes tomen posiciones, afinen estrategias y preparen sus baterías argumentales, pero deberían cuidar unos y otros de no traspasar determinados límites que conviertan el diálogo productivo en imposible.

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