La historia, simplicísima, ha dado la vuelta al mundo. Un muchacho interpeló al presidente de la República Francesa con un apelativo desenfadado: "¿Qué pasa, Manu?". Y la respuesta puso al jovenzuelo en su lugar: "Estás en una ceremonia oficial, así que te comportas como debe ser. Puedes hacer el imbécil pero hoy hay que cantar La marsellesa y el Canto de los partisanos [el himno de la Resistencia francesa durante la ocupación alemana]. Me llamas señor presidente de la República o señor, ¿vale?".
La anécdota, en realidad, nos ha descolocado a todos. Vivimos en tiempos en que el protocolo no goza de buena salud, en que la cortesía no se mide mediante fórmulas retóricas y en que la indumentaria huye de cualquier uniformidad. Sin embargo, hay ciertos valores democráticos, republicanos, que deberían ser mantenidos.
La democracia „nos han enseñado- tiene dos dimensiones: el fondo y la forma. El fondo, el pluralismo y los valores, es lo esencial. Pero la forma, las formalidades, el procedimiento, no debería ser irrelevante. Y cuando alguien, como el presidente de la República Francesa o el rey de España, ejerce oficialmente su cometido, está representando a una gran comunidad de ciudadanos que cree en determinados principios trascendentes y resulta por acreedor a un cierto respeto. No precisamente a su persona en sí misma sino a lo que es, a cuanto representa.