En su libro The Home We Build Together, el rabino Jonathan Sacks incide en el valor de la vida comunitaria. Las religiones dotaron al hombre de un sentido de hogar: se compartían unas mismas raíces -por lo general míticas, situadas en el origen de la Historia- y unos mismos fines -la redención en el más allá, según el monoteísmo-; se compartían unos ritos que les acompañaban desde el nacimiento hasta la muerte: una estructura común de virtudes y de valores, una determinada mirada sobre el bien y el mal. Las religiones construían un hogar que enlazaba espacios sagrados, símbolos, festividades y relatos; que insertaba a las personas en un ámbito superior a sí mismas. Se edificaba una casa en común, porque esa casa era en efecto de todos; aunque, desde la perspectiva de nuestra sensibilidad moderna, esa morada no fuera lo suficientemente amplia como para que todos cupiesen. Hubo siglos en los que un católico no podía convivir con un protestante, ni un judío con un musulmán; y, seguramente, el mayor genocidio cometido en el siglo XX -junto al icono negro del Holocausto- ha sido el perpetrado contra los cristianos de Oriente Próximo: en Turquía con los armenios, por poner un ejemplo. Pero también hubo épocas en que sucedió más bien lo contrario.

La casa en común de la que habla Sacks no es muy distinta al concepto de patria que maneja el historiador John Lukacs. El patriotismo, escribe Lukacs, "es la devoción a una tierra en particular y a una determinada forma de vida que no se impone a sus vecinos. Por naturaleza, el patriotismo es defensivo, tanto militar como culturalmente. El nacionalismo, en cambio, resulta inseparable del deseo de poder. El propósito de un nacionalista será siempre asegurar más poder y más prestigio, no para él mismo sino para la nación en la que él ha decidido insertarse". La distinción es clara: en un caso, hablamos de sentimientos de pertenencia y lealtad a un lugar; en el otro, nos referimos a la voluntad de imponer una determinada identidad que se considera la única normalizada en un territorio determinado. El escritor austrohúngaro Joseph Roth se declaraba patriota, no nacionalista; al igual que George Orwell.

Pero por supuesto, a medida que el hogar se desmorona, el sentido de comunidad se va perdiendo. Los mesianismos políticos fueron sustituyendo a las grandes religiones. El uso masivo de la propaganda inició una renovada movilización de las masas. Los imperios se resquebrajaban dando lugar a las naciones. Viejas comunidades humanas que habían vivido durante siglos en un territorio determinado empezaron a sobrar. Las religiones tuvieron que adaptar sus discursos los nuevos tiempos. A la vez, el liberalismo capitalista comenzaba también a deshacer los lazos de comunidad: una visión titánica de la propia vida se imponía primero lentamente y luego de forma acelerada. Con Reagan y Thatcher ya resultaba evidente que lo crucial era el individuo, cuyos derechos eran los únicos que regían: un individuo enfrentado a la sociedad, a la polis, a la economía, al futuro€ Las cifras apuntalaban esta percepción: las tasas crecientes de divorcio, el debilitamiento de las familias, la caída demográfica, las políticas cortoplacistas, el endeudamiento masivo y la puesta en duda de la utilidad del Estado del bienestar, cuya la red de protección pública se quería privatizar.

Para Jonathan Sacks, la pérdida de las instituciones comunitarias ha traído consigo una nueva cultura en la cual las distintas identidades ya no quieren convivir en un hogar que integre la pluralidad. Algo hay de darwinista en esta evolución cultural. Al perder la seguridad de un hogar, el hombre sin raíces ni objetivos compartidos regresa a la tribu pequeña -a las tribus más bien-, que desean imponer sus respectivas agendas. Una sociedad que ya no construye en común se convierte en una sociedad rota, condenada a enfrentamientos continuos y, en última instancia, a la descomposición. El futuro de un país depende de símbolos y de ritos; de relatos, fines y objetivos compartidos. Se trata de un hogar común y no de una pensión o un hostal ni de una fortaleza en la que entren sólo unos pocos justos. O sólo los triunfadores.