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Antonio Papell

La trivialización del conflicto

Mo deja de tener su aquél que los independentistas se hayan irritado porque Josep Borrell, flamante ministro de Asuntos Exteriores, haya manifestado en una entrevista televisada que, a su juicio, "Cataluña está al borde del enfrentamiento civil". Algún ínclito defensor de las tesis soberanistas ha llamado pirómano a una de las mentes catalanas más cuerdas, que -aunque les pese los separatistas- ha paseado por el mundo la imagen de una catalanidad moderna, cosmopolitita, internacionalista, progresista y civilizada. Exactamente al contrario que los nacionalistas de capilla y aldea que han crecido a la sombra alargada de Jordi Pujol. También Iceta ha manifestado más de una vez la necesidad de combatir los brotes de intolerancia, protagonizados especialmente por los CDR y otros grupos próximos a la CUP, y ha recalcado la idea de que si el separatismo insiste en la vía insurreccional, se puede llegar al enfrentamiento civil.

Tras el altercado, Joaquim Coll se ha preguntado en una tribuna de El Periódico sobre las palabras de Borrell: "¿Es exagerado hablar en esos términos? En absoluto. [...] Estuvimos cerca de un escenario mucho peor en octubre pasado, aunque afortunadamente el Govern Puigdemont no intentó materializar la proclamada República Catalana. No obstante, la corresponsal de Le Monde, Sandrine Morel, ha explicado (En el huracán catalán, 2018) que había un plan pactado entre los políticos independentistas y la ANC para "resistir" la aplicación del 155 con "un cuerpo de elite" formado por doscientos mossos armados y "una reserva de entre dos y tres mil más" junto a una masa dispuesta a todo de treinta mil personas.

Morel, que no ha sido desmentida, ha explicado que el problema consiste en que el independentismo, con el proverbial fanatismo de tales movimientos, se ha convencido de que su causa es la única verdadera y encarna una lucha "del bien contra el mal". La consecuencia es el discurso del odio hacia España. Por eso es recurrente el uso de términos con los que se pretende justificar cualquier cosa, como "fuerzas de ocupación", "franquismo" y "fascismo". Todo lo cual tiene evidente traducción en la calle, donde empiezan a producirse tensiones y enfrentamientos. Prueba de la deriva del soberanismo catalán y de la invasión que ha llevado a cabo de las instituciones y de ciertas esferas intelectuales es la pasividad con que los rectores de las dos grandes universidades, la UAB y la UB, Margarita Arboix y Joan Elias, han consentido escraches y censuras como la que afectó a un acto sobre Cervantes, considerado al parecer "fascista" y "españolista" por los radicales.

La apropiación de las instituciones por el soberanismo, los lazos amarillos en los cargos representativos y las pancartas sectarias en los edificios públicos crispan la sociedad y violentan los procesos sociales, que están muy afectados e infiltrados de una peligrosa y sistémica enemistad. Es todo tan evidente que sorprende que los líderes soberanistas, con Torra a la cabeza (aunque sea por delegación), resten trascendencia a lo que está ocurriendo y minimicen los riegos. E indigna la trivialización del conflicto que ha efectuado la exconsejera Clara Ponsatí que se encuentra expatriada en Escocia, donde es profesora de la Universidad de Saint Andrews, al admitir que el anterior Ejecutivo de la Generalitat jugaba al póquer contra el Gobierno de España, pero en realidad iba de farol. Lo ha publicado el diario digital L´Unilateral, que cubrió la conferencia que dio Ponsatí sobre los acontecimientos que siguieron al 1-O, ante la ANC en Londres hace unos días.

Como en los viejos salones del Far-West legendario, las bromas displicentes pueden acabar como el rosario de la aurora. Cualquier llama es capaz de prender el combustible acumulado por raudales de ira y de hartazgo de la ciudadanía. Por ello, aunque hay que actuar desde el Gobierno del Estado con elegancia, comprensión y sensibilidad, no se puede claudicar en lo fundamental: las exclusiones, las segregaciones, las estrategias que violentan explícita o implícitamente la legalidad, no son admisibles, y nada impide que se utilicen a discreción las herramientas que la Constitución ofrece para reprimirlas.

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