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José Carlos Llop

¿Nos hemos vuelto de verdad, tan raros?

Sobre la utilidad de un ministerio de Cultura existen distintas teorías y ninguna -ni las apologéticas ni las críticas- es descabellada. Sobre la Cultura -o eso que tantos llaman Cultura sin saber muy bien a lo que se refieren, tantas son las cosas que engloba- también. Los hay que viven sumergidos en ella y los hay que pasan por la vida sin olerla siquiera: no la Cultura, sino la trascendencia de su sentido. Pero lo que sí parece bastante acertado es que casi todo el mundo tiene una opinión sobre la Cultura -entre sublimada y odiosa- y más aún sobre un ministerio que cuide de ella y sepa mantenerla e incluso administrarla institucionalmente. La expresión todo el mundo, incluye también a los políticos.

Entre ellos hay muchos que no sabrían qué hacer con la cartera de Cultura entre las manos; otros pensarían que viste bastante y otros -como émulos de Lola Flores- dirían que ´qué bonita es la Cultura´. Son aquellos a los que tanto les da estar en un ministerio como en otro, mientras estén. Y luego están los que tienen un conocimiento real de la materia de su ministerio -continúo en la cartera de Cultura- y sobre todo, una idea de lo que debe ser. Son los que se contemplan en el modelo francés; o mejor dicho: en el modelo Malraux, instaurado de la mano del general De Gaulle tras acabar la II Guerra Mundial. Sin olvidar que el Estado francés -tanto el monárquico absolutista como el republicano burgués- siempre tuvo en cuenta, o se volcó, sobre distintos aspectos de la Cultura: música, arte o literatura, su enseñanza y cultivo. Tradición, por tanto, que cuando llegó Malraux al poder no sólo no era carencia sino virtud y poseía una gran riqueza, tradición y afianzamiento en la sociedad. Jorge Semprún y César Antonio Molina, por ejemplo, fueron ministros de Cultura -ambos escritores, ambos de gobiernos socialistas- que se miraron en el espejo Malraux para concebir y llevar a cabo su proyecto ministerial. Y soy de los que piensa -equivocadamente o no- que vivamos donde vivamos, el modelo Malraux sigue siendo el más adecuado. Más, desde luego, que la ausencia de modelo, que suele ser lo más extendido. Sin confundir -cosa que tantas veces ha pasado- ese modelo con una gran ubre de la que sacar de todo con la excusa de que hacemos Cultura o somos artistas o nuestro arte necesita del dinero público para existir. Ojo con eso.

El nombramiento del primer ministro de Cultura del gobierno Sánchez nos sorprendió a todos, especialmente a los que formamos parte de esto. Sospecho que al propio ministro -de tan breve vida en el cargo- también le sorprendió. A él y a su entorno, añadiría, por muy grata que fuera esa sorpresa para ellos. Una sorpresa que se convirtió en fiesta y en alegría pública de sus íntimos y en abundante presencia mediática. Tanto que pensamos que era esto, precisamente, lo que se buscaba. Se había pasado -en el aniversario, curiosamente, de mayo del 68- del modelo André Malraux -el viejo régimen- al modelo Guy Debord -el nuevo régimen, donde todo se convierte en mera representación-. O sea, al modelo sociedad del espectáculo. ¡Qué bonito es ser ministro de la Cultura! ¿O es la Curtura? Bueno, pues nunca un ministro de nada había sido tan comentado y jaleado, ni había aparecido aquí y allá tan aceleradamente. En seis días Màxim Huerta poseyó el don de la ubicuidad y lo empleó a fondo y como un don natural: la alegría es un buen carburante. Parecía que el nuevo gobierno sólo tuviera un ministro y ese ministro era él: un ministro líquido y posmoderno que estaba en todas partes. La sociedad del espectáculo es lo que tiene: eso y que uno arde en ella como una bengala mientras los demás aplauden y bailan. Y sin esperárselo -sobre todo, él- llegó la caída: bastaba ver cómo sujetaba la cartera del ministerio el día que se la entregó a su sucesor, para comprobar sus más que comprensibles vértigo e incredulidad ante lo sucedido.

Detengámonos un momento en ella -no en la cartera sino en la caída- porque llegó de la mano de esa misma sociedad del espectáculo que, en su evolución mediática, ha convertido una sociedad que mira de no pagar el IVA de las facturas caseras, en una sociedad que ya parece heredera del puritanismo de los padres fundadores de la América WASP. O pariente de los hermanos gorriones de Juego de Tronos. El público salvaje de un concurso televisivo, sin capacidad de perdón: ¡a la hoguera con el defraudador! Que caiga ya y que alimente la representación en la que vivimos. La política es dura con los caídos, pero el espectáculo -cuya función no debe detenerse jamás, no lo olvidemos- lo es aún más. Y lo que resulta más llamativo: cómo la maquinaria usada contra el rival -o para encumbrarse sobre él- se vuelve contra uno mismo en cuestión de minutos. Deberíamos ir con cuidado, pero el cuidado no es precisamente una de las características de la sociedad del espectáculo. Las tricotosas de La Concordia ya son masa y no paran de reclamar cabezas y penas cada vez más duras.

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