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Eduardo Jordà

¿Nada que ocultar?

El otro día, en el autobús, dos señoras iban hablando de la dimisión del efímero ministro de Cultura, acusado de haber intentado ocultar 200.000 euros a Hacienda en una maniobra fiscal bastante fea. En un momento dado, una de las señoras se puso muy seria y exclamó: "Me parece muy bien que haya tenido que dimitir. Hay cosas que no se pueden hacer. Y si las has hecho, no puedes ser ministro. Para un cargo así, no puedes tener nada que ocultar. Yo, por ejemplo, no tengo nada que ocultar". La señora tenía mucha razón, sí, pero me llamó la atención que estuviera tan segura de que no tenía nada que ocultar. Evidentemente que no hablo de delitos ni mucho menos de crímenes, sino de cosas que nos pueden parecer normales pero que no lo son cuando se las somete al escrutinio público, y sobre todo si la persona que las analiza tiene intención de buscar algo que pueda resultar comprometedor o vergonzoso, o al menos digno de burla.

Porque cualquiera de nosotros ha hecho cosas, por inocentes que sean, que pueden resultar comprometedoras si alguien se empeña en convertirlas en comprometedoras. Aquella señora, ¿no había engañado a nadie ni una sola vez en su vida? ¿No había dejado alguna vez de pagar una multa? ¿No había mentido? ¿No había usado una palabra malsonante delante de un niño? ¿No había incumplido alguna norma o alguna ley en un país donde existen miles de normas y de leyes? ¿Jamás en la vida había hecho algo que no pudiera ser motivo de escándalo o de enfado? Y yendo más allá, ¿no había escrito nunca un WhatsApp o un correo electrónico que, de ser reproducido en Twitter o en una cadena de televisión, no le pudiera parecer insultante o vejatorio a alguien, a algún colectivo, a algún grupo social o político, a algún organismo o credo o asociación? Lo dudo mucho.

Cualquier persona expuesta a las miradas indiscretas de los demás -basta pensar en los concursantes de Gran Hermano- acaba sacando a flote determinadas actitudes o conductas que la convierten inevitablemente en un ser cuando menos vergonzoso o incluso despreciable. Y nadie está a salvo de esta ley inexorable de la conducta humana. Si se sabe lo que hacemos o lo que decimos cuando creemos estar a salvo de las miradas ajenas, todos nos convertimos en personajes que arrastran culpas, indecencias, irregularidades; todos hemos dicho algo reprobable; todos hemos hecho algo que merezca alguna clase de reconvención. Y no hay escapatoria: ni la persona más virtuosa podría salir indemne de una prueba así. Recuerdo, por ejemplo, que hace años se hicieron públicos algunos rasgos de conducta de la madre Teresa de Calcuta. Gente que había convivido con ella decía que era una mujer terca, autoritaria y que trataba muy mal a sus colaboradores. Nada de eso variaba en lo más mínimo la conducta admirable de la madre Teresa en sus orfanatos de Calcuta, pero bastó que se esparcieran esos rumores para que mucha gente se olvidara del lado ejemplar de la vida de la Madre Teresa y sólo se fijara en esos aspectos sórdidos de su personalidad que en el fondo no importaban a nadie.

Digo esto porque hemos puesto en marcha un mecanismo perverso de escrutinio de la vida de los personajes públicos que puede acabar convirtiéndose en una auténtica pesadilla, no sólo para ellos, sino para cualquier ciudadano corriente y moliente. ¿Se puede vivir en una sociedad en la que todos los aspectos de nuestra vida se sometan al examen de una especie de Comité de Virtud Pública? ¿Podemos vivir permanentemente escrutados, analizados, vigilados? ¿Podemos vivir obligados a dar explicaciones continuas sobre lo que hicimos ayer, sobre lo que hicimos hace un mes, o hace un año, o hace diez años, o hace treinta años, cuando ni siquiera nosotros recordamos lo que hicimos? ¿Y quién puede pasar una prueba así? Pero todo esto, que hace sólo diez años nos parecería un tormento al que nadie debería ser sometido, ahora nos parece algo muy normal e incluso muy deseable. Porque ahora Ttodos debemos vivir sin nada que ocultar. O peor aún, todos debemos vivir sin haber hecho nada que pueda parecerle a alguien -a quien sea: niño o viejo, tonto o listo, buena persona o mala persona- una cosa que deba ser ocultada porque podría contener algún elemento inapropiado o indeseable o escandaloso. Es cierto que el descubrimiento de los casos obscenos de corrupción de estos últimos años nos han llevado a la desconfianza y a la sospecha. Pero ¿no estaremos llevando las cosas demasiado lejos? ¿Y no estaremos poniendo los cimientos de una sociedad totalitaria que se haga pasar por una maravillosa, sonriente y benévola utopía en la que nadie tenga nunca nada que ocultar? Dejo ahí la pregunta.

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