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Antonio Papell

Batet y la reforma constitucional

La ministra de Política Territorial y Función Pública Meritxell Batet ha sugerido, como era de esperar, recurrir a la reforma de la Constitución para resolver el conflicto catalán, a la vez que se cumplen otros objetivos, básicamente la renovación del gran pacto territorial que representó la Constitución de 1978 y, ya puestos, la modernización de una Carta Magna que se ha quedado obsoleta en varios aspectos. Como es conocido, el principal agravio que esgrime el nacionalismo catalán es el de que, tras aprobarse en 2006 el nuevo estatut de Autonomía de Cataluña, refrendado como es preceptivo por los propios catalanes, el Estado, a través del Tribunal Constitucional, lo mutiló unilateralmente en 2010. La propuesta de Batet es no sólo plausible sino la única viable. El problema es tan grave y se ha llegado tan lejos que sólo una revisión a fondo del marco jurídico, sobre los grandes principios democráticos inalienables de la Constitución española, podrá devolver la estabilidad a este país. Pero conviene plantear bien, desde el principio, lo que se propone para no crear falsas expectativas ni encontrar nuevos cuellos de botella.

El estatut catalán de 2006 salió de su complejo trámite procesal con evidentes elementos inconstitucionales. De hecho, muchas voces autorizadas avisaron a Maragall de que lo procedente, si se quería realmente avanzar de aquel modo en el autogobierno, era proponer una reforma constitucional y no una reforma estatutaria. Y aunque como es lógico se puede discrepar de la labor del TC en aquel asunto (hubo injerencias políticas graves, que dispersan la responsabilidad por el desaguisado), lo cierto es que la sentencia de 2010 es poco controvertible, ya que en los escasos asuntos en que se declara la inconstitucionalidad -el más evidente es el intento de crear un Consejo de Justicia autóctono, "órgano de gobierno del poder judicial en Cataluña" y "órgano desconcentrado del CGPJ"-, la incompatibilidad entre la nueva norma y la Carta Magna es poco dudosa. Y es obvio que en las escasas cuestiones de fondo en que intervino el TC, como el no otorgamiento de valor jurídico a la declaración de "nación" que se hace de Cataluña en el preámbulo, no deben ser removidas porque si se pone sobre la mesa el derecho de autodeterminación, el problema será insoluble y no valdrá la pena abordarlo.

Quiero decir, en fin, que tendría escaso sentido plantear ahora una reforma constitucional que hiciera posible la recuperación de los 14 artículos declarados total o parcialmente inconstitucionales, o la reinterpretación de los 23 en los que el TC impuso su propia interpretación (es curioso que algunas de las disposiciones declaradas inconstitucionales figuran en otros estatutos de autonomía reformados al mismo tiempo que el catalán, que sin embargo no fueron recurridos): lo lógico es reconsiderar el modelo global de descentralización y federalizarlo, recurriendo a los modelos más descentralizados como el alemán, que funcionan con gran eficacia y confieren gran autonomía funcional y política a los estados federados, semejantes a nuestras comunidades autónomas.

Es claro que la residencia de este debate debería ser la Cámara Baja y, en concreto, la comisión creada el 10 de enero en el Congreso para evaluar la reforma territorial, y que terminó como el rosario de la aurora dos meses después. La reforma constitucional requiere mayorías cualificadas de tres quintos (210 diputados) e incluso de dos tercios (234) si se quieren reformar partes vitales de la Carta, por lo que el consenso debe ser muy amplio y ha de implicar a las grandes organizaciones políticas y trascender a las ocasionales mayorías de cada legislatura.

Naturalmente, esta propuesta requiere buena fe de la otra parte. Si Torra sigue manteniendo que sus bases para la negociación arrancan del 1-O y de la declaración política del 27 de octubre -la supuesta declaración de independencia- no tendría sentido ni siquiera seguir hablando.

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