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Antonio Papell

La distensión

Se veía venir: el PP ya utilizó una política de infundios contra el Gobierno socialista cuando la lucha contra ETA, inteligentemente conducida, estaba madurando la rendición incondicional de la banda, que finalmente se produjo al final del segundo mandato de Rodríguez Zapatero. Se dijo entonces que los socialistas habían comprado la paz haciendo toda clase de concesiones que supondrían la entrega del País Vasco a los independentistas, tesis de la que, por cierto, todavía no se ha apeado el sector capitaneado por Mayor Oreja, quien aún sostiene la pintoresca teoría de que en realidad ha sido ETA la que ha derrotado al Estado en su descomunal contienda.

Ahora, otro sector del PP, al parecer mayoritario, sostiene la tesis de que también Pedro Sánchez ha vendido al alma al diablo, como Fausto; es decir, a los independentistas y proetarras. El desabrido portavoz del PP en el Congreso -¿por qué algunos piensan que para desempeñar bien este oficio hay que ser un maleducado?- lo ha sugerido con claridad, e incluso ha invocado la comparecencia del gobierno, no para algún objetivo constructivo sino para explicar las supuestas bajezas y venalidades del nuevo ejecutivo. Ciudadanos (todo se pega menos la hermosura) también ha gesticulado en la misma dirección.

Cualquier mediano entendedor sabe que Pedro Sánchez disfrutaba en la moción de censura de unos apoyos positivos muy concretos, en tanto que Rajoy contaba con la hostilidad abierta de toda la oposición, en la que no quiso incluirse Ciudadanos, seguramente anonadado por el espejismo de un sorpasso? que ya parece mucho más problemático si el PP se rejuvenece y se libera de viejos lastres. No hubo, pues, hipotecas, que tampoco hubiera aceptado el aparato socialista porque se lo prohíben sus convicciones morales. Porque aunque no lo parezca a veces, todavía hay en política personas e instituciones que tienen principios ("cree el ladrón?", etc.).

Así las cosas, es sin embargo evidente que a) el conflicto catalán es el principal problema político que tenemos abierto y b) hay que intentar conducirlo hacia la negociación, el diálogo y el acuerdo, en pos de una vía civilizada de solución que negaron -hay que decirlo claro- los soberanistas y no el Estado, aunque el Gobierno de turno, que hizo lo que debía secundado incondicionalmente por los constitucionalistas, pudo haberlo hecho mejor.

Hay algunos gestos de la parte independentista que, sin ser todavía decisivos ni plenamente reveladores, apuntan en la buena dirección: Torra, personaje oscuro pero sin cuentas pendientes con la justicia, fue designado candidato y finalmente investido; el propio Torra renunció a regañadientes a incluir consejeros inviables (por encarcelados o huidos) en su gobierno. También Torra se ha reunido ya con el primer secretario del PSC, Miquel Iceta, y existe un diálogo pendiente entre ambos. Y después de muchos meses de un discurso incendiario, el tono del soberanismo se ha aplacado? No es mucho pero cualquier gobierno consciente de su responsabilidad haría lo que ha hecho el de Pedro Sánchez: realizar algún gesto como es el fin de la supervisión económica -que en realidad ya estaba implícito en la retirada del 155 pero cuya mención en consejo de ministros demuestra voluntad de agradar- e iniciar un protocolario contacto mediante una llamada telefónica de Sánchez a Torra de la que se desprende la intención de reunirse ambos en el futuro. Todo ello, mientras la nueva portavoz del Gobierno, en su primera y balbuciente comparecencia, dejó bien sentado que el derecho de autodeterminación está fuera del diálogo y del debate.

El soberanismo ya ha podido comprobar que la ruptura unilateral es imposible. Y por si no lo tuviera del todo claro, este gobierno, que ha hecho estandarte del europeísmo entronizando a figuras como Josep Borrell y Nadia Calviño, que nos vinculan con el núcleo duro de las ideas integradoras, ha estrechado el nexo con la gran comunidad occidental que no transigirá con aventuras irredentistas como la planteada por el nacionalismo catalán. En este contexto, parece lógico buscar al adversario una salida. Sin claudicar, porque el estado de derecho es firme y debe ser respetado, pero sí con toda la flexibilidad política posible, que facilite la distensión y el desenlace. ¿Tan difícil es de entender?

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