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Descripciones y opiniones, en revoltijo

En el debate de la pasada semana, previo a la moción de censura, fue de ver y no creer el protagonismo con que se hicieron los periodistas frente a los discursos políticos de los líderes. En las distintas cadenas televisivas resultaba imposible escucharlos, toda vez que los informadores, con su imagen ocupando la mitad de la pantalla, capitalizaron voz e interpretación sin permitir que los televidentes pudiesen, debido a la interferencia, formar su propio juicio.

Pusieron de manifiesto un adanismo que casa mal con ese respeto a la ciudadanía que tanto próceres como los medios parecen tomar demasiadas veces a título de inventario, así que, durante horas, se hizo evidente la razón que asistía a Napoleón cuando aseguró preferir el control de la opinión a una división en combate. Por lo demás y tras leer y escuchar en los días siguientes a cargos electos o dimitidos, se diría que lo único meridianamente claro es que las conclusiones no se subordinan a los hechos sino que obedecen a oportunismos; manipulaciones que persiguen mediatizar a un público que llegado el caso legitime -retorciendo para ello la realidad a conveniencia de cada color político- la opción que se persigue de antemano.

Todos han presenciado lo mismo y, no obstante, nadie lo diría porque el rigor se ha transformado en estrategia para el logro de unos fines vestidos de honestidad y altruismo en busca del bien común, así que las convicciones -si un día existieron- se pliegan a la medida de los intereses, y los argumentos típicos de cada Partido son a un tiempo los tópicos con que se pretende permear esa sociedad a la que dicen deberse. Y algo habrá de cierto en ello porque todos aspiran a representarla, cargo y sueldo mediante. Es más difícil describir que opinar, dijo en su día Josep Pla; por eso, seguramente, los medios audiovisuales anden juzgando en vez de exponer y, por lo que a los políticos se refiere, poco de programas, intenciones y acuerdos para el porvenir; más bien valoraciones cimentadas en prejuicios y a la medida de los propios deseos, haciendo patente, en cuanto hay espectadores de por medio, que es el estilo frente a la galería y no la transparencia lo que les mueve.

Ninguno asume la parte de razón que pueda asistir al otro, de modo que los respectivos alegatos no son sino deformaciones teñidas al gusto y trufadas de hipótesis sin fundamento; opiniones, en suma, que no descripciones objetivas como cabría esperar tanto de profesionales de la información -más allá de las columnas de opinión en que prime la subjetividad del autor- como de quienes quieren mejorarnos el presente y abrir ventanas de esperanza hacia el futuro, lo que supone algo más que querer hacerse, mal que les pese a sus competidores, con el santo y la limosna.

Para el PP, las alianzas para su derribo no han sido el resultado de una podredumbre sin parangón en sus filas -"Sólo casos aislados", repiten-; los indepes en busca de manga ancha cuando intenten hacer otra vez de su capa un sayo y, en cuanto a Pablo Iglesias, el digo Diego parece formar parte de su propia naturaleza porque si en el pasado impidió el cambio, ahora y en parecidas circunstancias lo ha favorecido, deduciéndose que lo perseguido desde que tiempo atrás se postulara como vicepresidente es que prefiere la gestión desde las alturas -solicitó de nuevo, previo abrazo, formar parte del Gobierno- que esa revolución contra una casta que sólo critica de no ser parte. Entretanto, y en espera cada uno de verlas venir, las socorridas frases al servicio de los propios designios y las descripciones, fundadas en evidencias, ausentes de cualquier alegato. Nadie asume del otro lo que pueda menoscabar su propia trayectoria y estamos ya con el "electoralismo fácil", "Se debe actuar sin hipotecas ocultas", "precisamos medidas urgentes" o, si conviene, "las decisiones llegarán en todo caso con retraso"€ Sentencias todas que, sabida la procedencia y analizadas en el contexto, son claros exponentes de impostura o su vertiente más sutil: la hipocresía.

Y si hasta aquí no he mencionado al líder de Ciudadanos frente a un Pedro Sánchez que no imaginó vérselas tan gordas, saltando en un pis-pás desde la contestación interna a la Moncloa, es porque Rivera ejemplifica como nadie una lectura de la realidad subordinada al tacticismo, dándosele una higa poner de vuelta y media a tirios o troyanos cuando de aumentar su cartera de potenciales votantes se trata. La coyuntura actual no le beneficia, pero tiempo habrá de hacerse con las simpatías de unos denostando de los otros, e instrumentalizar a los secesionistas para cuestionar la coherencia de quienes ahora gobiernan. Todo un espectáculo en que descripciones y opiniones forman un tótum revolútum que hace difícil distinguir si fue primero el huevo o la gallina aunque, por mantener el optimismo, convendrá recordar lo que en su día afirmase alguien: que sin contrarios no hay progreso. Así que, con los enfrentamientos como pan de cada día, se vislumbra un mundo feliz. Y ustedes que lo vean.

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