Diario de Mallorca

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Flores para W.B.

Ligeros de equipaje. Un sombrero, una mochila y, en mi caso, un ejemplar de Dirección única, arrancamos de Banyuls en dirección a Portbou. Se trata de ascender la terrible montaña que Walter Benjamin atravesó, cargando una gran maleta, en su penosa huida. Es una caminata de alta intensidad, y no una excursión cualquiera. El sol aprieta, y en nuestras respectivas cabezas resuenan las lecturas previas de W.B. No se me escapa en absoluto la dramática distancia que reina entre cuatro caminantes con mochila, sombrero y cantimplora, y aquel grupo entre los cuales se encontraba el pensador berlinés, enfermo del corazón, vestido de calle y arrastrando un maletón repleto de papeles. En los inicios del ascenso intercambiamos algunas palabras, muy conscientes del valor simbólico de la empresa. Al otro lado de la montaña, está Portbou, literalmente la última etapa del escritor. Apenas hay árboles bajo los que guarecerse. El sol es implacable. Luego, tras haber superado zonas ásperas y senderos que bordean abismos, alcanzamos una cima tras la cual iniciamos un vertiginoso descenso que debemos abordar con sumo cuidado y tiento. En la zona francesa, las indicaciones son más precisas. Sin embargo, en la zona española comienza la anarquía y estamos obligados a orientarnos gracias a unos trazos rojos y negros pintados en el suelo o bien en los troncos de los árboles. No sé en qué estarán pensando los demás, cuya complicidad silenciosa es intensamente expresiva. Hay momentos de cierta zozobra debido a la dureza del camino, un cierto temor al vahído o al desmayo. Entonces, acudo a las prácticas respiratorias, a esa conciencia atenta de la respiración y, por supuesto, me aferro a la memoria de Walter Benjamin, a quien los cuatro estamos homenajeando, aunque sea en silencio. También pienso, con cierta vergüenza, en lo que nos diría el propio escritor si nos viese de esta guisa rehaciendo este camino que lo conduciría a un callejón sin salida. Y, en el acto, establezco una asociación fatal entre el título del libro que llevo en la mochila, Dirección única, y ese definitivo y letal cul de sac en que se convirtió este pueblo fronterizo.

En un momento dado, y no muy lejos del destino, nos topamos con un nutrido rebaño de cabras con su correspondiente pastor y un par de perros avispados que controlan y guían a las cabras. Conversamos con él. Por su acento, podría ser andaluz o extremeño. Como buen pastor, tiene ganas de charla, pues su trabajo consiste en pasarse muchas horas pensando en soledad y extrayendo conclusiones, por otra parte, bastante lúcidas. Nos dice que en momentos de crisis, el hambre siempre pasa de largo para el pastor. No será nunca rico, pero tampoco le faltará de nada. No tiene horarios fijos ni jefes, y prefiere esa discreta libertad a tener que fichar y aguantar a jefes ineptos. Todo esto, más o menos, nos viene a decir el pastor, un tipo reflexivo y de palabras justas. Son seiscientas cabras bajo su responsabilidad. "Si queréis, ahora mismo os las regalo", nos suelta a modo de chanza.

Seguimos la ruta descendente, más aliviados y con el ritmo cardíaco más acompasado. Walter Benjamin queda al fondo, en un cementerio también marino, como el de Paul Valéry en Sète. No sé en qué estarán pensando los amigos cuando caminamos en estricto silencio, pero me conmueve esta complicidad sin palabras, este esfuerzo común cuyo objetivo es rendir un discretísimo homenaje a uno de nuestros escritores de referencia.

Al final del trayecto nos introducimos en el pasadizo, obra de Karavan. 87 peldaños que nos llevan al mar. En el cristal que nos separa de las olas, leemos un fragmento que se refiere a la importancia de honrar la memoria de aquellos que no tienen nombre.

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