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Eduardo Jordà

La belleza es frecuente

"Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente". Esa frase la escribió Borges cuando ya era muy mayor y estaba prácticamente ciego (y sobre todo, cuando ya sabía muy bien que casi nunca había sido feliz). Supongo que fue más bien una boutade, o tal vez una provocación contra los nihilistas y pesimistas que tanto abundaban en los años 70, pero en el fondo Borges tenía razón. En nuestra época la belleza es frecuente (aunque no la felicidad). Basta subirse a un autobús para ver que hay montones de hombres y mujeres atractivos y con el cuerpo bien constituido, del mismo modo que basta pensar un poco en las condiciones de vida de nuestros abuelos y bisabuelos para darse cuenta de que ahora vivimos en un mundo mucho más bello y más habitable (incluso con la contaminación, incluso con las mareas de plásticos, incluso con la fealdad abominable de las grandes ciudades).

Además, la belleza en sí misma era un concepto ajeno a la mayoría de seres humanos de hace un siglo, y no hablemos de los de hace un milenio. Sólo los artistas y las personas de la alta sociedad se permitían el lujo de admirar el paisaje. Para los demás hombres y mujeres, lo único importante era obtener unos mínimos ingresos de subsistencia y poseer una choza, y con algo de suerte, llegar a morir en la propia cama, lejos de guerras y de calamidades. Nadie veía la belleza de un bosque o de una cala marina, salvo la utilidad y el beneficio económico que se pudiera obtener de esas cosas. Las nubes y las puestas de sol sólo importaban como señales de una posible tormenta o como presagios de una ventisca o de una sequía. Nadie se extasiaba mirando un cielo estrellado de invierno. Quizá algún niño o alguna niña, una noche, asomados a un ventanuco, se preguntaban qué era aquello y se quedaban embobados mirando hacia arriba, hasta que alguien les daba un coscorrón y les decía que se fueran a dormir -en un camastro que compartían con tres o cuatro hermanos- porque a la mañana siguiente tenían que ordeñar las vacas.

Y en cuanto a la belleza física de hombres y mujeres, sólo unos pocos privilegiados podían reconocerla y disfrutarla. Los demás tenían que conformarse con lo que la vida les proporcionaba, que no solía ser mucho: un hombre o una mujer cualquiera, a ser posible saludables y de buen carácter, porque a nadie se le ocurría pedir más. La belleza física era una circunstancia excepcional que no abundaba y que nadie se planteaba alcanzar, salvo los aristócratas -y sólo si eran varones- y la gente que tenía un cierto poder social y que por ello mismo podía obtenerla a cambio de dinero o abusando de su poder. Los demás, y sobre todo las mujeres -que nunca podían elegir-, tenían que aguantarse con lo que les tocaba: por lo general un hombre joven que a los treinta años ya parecía viejo, embrutecido por el trabajo agotador y que con frecuencia acababa alcoholizado y convertido en un ser desagradable y violento.

Si uno mira una foto de gente normal de hace un siglo -cuando Borges era un joven que vivía en Mallorca-, apenas aparece nadie que sea guapo o tenga un cuerpo atractivo. Y las razones son fáciles de adivinar: salvo determinadas personas de las clases altas que habían podido permitirse una buena alimentación y una vida saludable -con deporte, gimnasia, natación-, el resto de la población vivía en condiciones de simple subsistencia, y encima en habitáculos insalubres y oscuros y mal ventilados donde lo más fácil era enfermar de cualquier cosa y morir en plena infancia. Todas estas circunstancias dejaban su huella en el físico de la gente, y los cuerpos que vemos en esas fotos de hace un siglo muestran a hombres y mujeres casi siempre deshechos, amargados, sombríos. De vez en cuando aparece un hombre o una mujer que nos llama la atención por su rostro alegre o por la belleza de sus facciones, pero suelen ser excepciones muy raras, casi anomalías.

Ahora mismo estoy viendo una foto tomada en 1918 en una pequeña fábrica de cierres para ropa en Felanitx. Las trabajadoras son mujeres jóvenes, y hay rostros que llaman la atención por la mirada despierta y la jovialidad que irradian, pero es muy difícil hallar alguno que pueda ser considerado bello. Y lo mismo pasa con una foto que muestra a los trabajadores -todos hombres- de una fundición de Palma. Todos, incluso los niños -había cinco niños en la plantilla-, tienen los cuerpos fuertes y vigorosos, ya que el trabajo físico era el equivalente de los gimnasios de la época, pero los rostros de esos hombres, también muy jóvenes, apenas tienen nada que pueda considerarse bello. Son rostros huraños, desconfiados, fatigados, envejecidos. Ninguno, desde luego, podría participar en un concurso de belleza. Y mucho menos si pensamos en lo que ahora consideramos un físico normal. O sea que Borges, en cierta forma, tenía razón. La belleza es frecuente.

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