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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Moción inmediata, dimisión en diferido

Dos semanas de vértigo han convulsionado la política española. La secuencia: sentencia de la Audiencia Nacional; Rivera declarando finiquitada la legislatura; presentación de la moción de censura por el PSOE; pacto fraseológico con los nacionalistas catalanes; pacto presupuestario con el PNV; victoria de la moción de censura, Sánchez presidente; dimisión de Rajoy como presidente del PP e inminente convocatoria de congreso para elección de uno nuevo; nuevos ministros, con Borrell, azote del nacionalismo, a bordo.

Nadie podía prever lo sucedido. La razón es que cuando se intenta auscultar el desarrollo futuro de los acontecimientos, se recurre a los mecanismos racionales de la causalidad. Lo difícil de conjeturar es la temperatura emocional que va a desencadenar en la opinión pública un hecho nuevo como el cuestionamiento judicial de la credibilidad del presidente del gobierno. La sentencia ha sido la gota que ha desbordado el vaso de la indignación de la opinión pública por la corrupción política . Y ha resituado a un PNV temeroso de aparecer como el responsable de mantener a Rajoy, hasta el punto de traicionar al aliado al que había estabilizado en el poder como mínimo un año más, pactando los presupuestos de 1918; pero cubriéndose las espaldas pactando con Sánchez la intangibilidad de la contrapartida multimillonaria para el País Vasco a su voto por la continuidad de Rajoy.

La apuesta del PdeCAT, ERC y Bildu de apoyo a la moción no puede estar fundamentada en un nuevo amanecer de Sánchez, comprometido con la aplicación del 155 y las líneas rojas formuladas por Margarita Robles esta misma semana ante la promesa de enfocar la superación de la crisis catalana desde el diálogo: respeto a la legalidad constitucional y al vigente estatut de Cataluña. Es poco creíble que los hasta el momento sordos ante las mismas invocaciones a la legalidad de Rajoy se hayan allanado ahora a Sánchez. Por lo sabido, bastó que el discurso de Sánchez en la moción orillara determinados sintagmas para asegurar el voto del resentimiento. ¿Cuál ha sido, pues, el móvil nacionalista de la ejecución parlamentaria del presidente del gobierno? Más allá del encono contra quien ha dirigido tarde y mal la respuesta del Estado al golpe contra la Constitución del nacionalismo catalán, cabe conjeturar que para unos partidos que han declarado que aquél es su enemigo, la destrucción del mismo, el "cuanto peor, mejor", tiene que ser el paso imprescindible para alcanzar sus objetivos de independencia; no en vano declararon tras la aplicación del artículo 155 que habían minusvalorado su poder.

El gran argumento de Sánchez para sobrevolar posibles acusaciones de pactos espurios para ser presidente ha sido el de que no ha pactado nada con nadie (si obviamos el pacto presupuestario con el PNV y el fraseológico con el nacionalismo). Si, al mismo tiempo, no ha esbozado siquiera un programa de gobierno como es preceptivo en una moción de censura constructiva, tal y como está contemplada en la Constitución, resulta difícil separarse de la idea de que ha sido una moción reactiva, no dirigida a la estabilidad sino a la ruptura de una dinámica política que amenazaba las bases mismas de la partitocracia bipartidista establecida desde la Transición. Eso sí, con un argumento imbatible: el hartazgo de la corrupción del PP. Los grandes damnificados son Ciudadanos y Podemos. De C's era difícil imaginar otro voto, a la vista de quienes se sumaban con entusiasmo a la moción y al hundimiento de su estrategia de brasear lentamente a Rajoy. Unidos Podemos, lastrado por la abstención que imposibilitó el anterior intento de Sánchez, no podía hacer otra cosa que sumarse a la coalición negativa, reina por un día.

Sánchez ha actuado con la audacia que hasta ahora le ha caracterizado; con la suerte de la que no gozan todos los movidos por una gran ambición. Se le ha visto más suelto, menos tenso, diciendo que ha aprendido de sus errores. Y ha prometido lo clásico: diálogo, consenso, etc.; también, humildad. Buenas palabras que no siempre el destino permite desarrollar, pues no suele estar en las manos de los hombres sino de las fatalidades que están más allá de sus previsiones. Al margen de las fatalidades, el hombre que promovía un Estado multinacional y que, acto seguido, sin más recato, plantaba una enorme bandera española en sus actos políticos, el hombre que pasó, de ser expulsado de la jefatura del PSOE y dimitir como diputado, a protagonizar una larga marcha de resonancias épicas por la reprimida pulsión destructiva del alma de su partido, que ganó las primarias para, a continuación, olvidarse de sus promesas, se va a enfrentar, desde ahora mismo, cara a cara, con el reto, imposible para muchos, de pasar a la historia como el primero que fue capaz de cuadrar el círculo, de mezclar lo inmiscible, o como un hombre ofuscado por su ambición, la que devorando un trágala tan indigerible como el presupuesto que tanto denostó, nos aboca a otro desastre.

El causante de todo ese destrozo: Rajoy, el Buda gallego, el desganado contemplativo. El hombre que no limpió al PP de la corrupción; el jefe que desconocía lo que hacían sus subordinados, el que no ejercía de tal. El responsable de la destrucción a martillazos de pruebas judiciales. El hombre que lidió la crisis a costa de la desigualdad. El que no supo atajar la deriva independentista. El que, soberbio, dimitió en diferido, cuando ya no cabía la convocatoria de elecciones anticipadas, cuando ya era tarde para el país. El que, predicando la estabilidad, nos ha conducido a vislumbrar la ansiedad de los abismos.

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