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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Invasión

Lo malo de vivir sintiéndose invadido es que poco a poco va apareciendo un proceso paralelo de desconfianza y de rechazo hacia los extranjeros a los que nadie ha invitado

En una entrevista reciente, Joan Miquel Oliver, el guitarrista de Antònia Font, habla de su última novela y de un sentimiento que empieza a estar muy extendido en Mallorca (y en todo el mundo desarrollado, me atrevo a añadir): el de estar sufriendo una invasión que está expulsando a los autóctonos de su lugar de origen. Y peor aún, Oliver insiste mucho en la sensación que tienen muchos isleños de que ya no pintan nada en el lugar que hasta ahora consideraban suyo. El sentimiento no es nuevo, por supuesto, porque yo he oído a mis abuelos quejarse amargamente contra el forasterum que estaba invadiendo Mallorca (y eso ocurría en los primeros años 60), y ese sentimiento está presente en muchas de las amargas cartas que Joan Sales le envió a Mercè Rodoreda desde Barcelona, en la que el autor de Incerta glòria también se quejaba de la llegada de miles de inmigrantes que estaban desnaturalizando Cataluña y que estaba convirtiendo a los catalanes autóctonos en extranjeros en su propia tierra.

En el caso de Oliver, lo que es nuevo es que la sensación de invasión viene dada por la saturación humana impuesta por el turismo de masas. Y por supuesto, todos sabemos a qué se refiere: pisos turísticos, alquileres desaforados y esa sensación de ahogo que uno siente cuando ve los grandes cruceros turísticos -tan grandes como varios bloques de apartamentos- surcando muy despacio la bahía. Y en una isla, no lo olvidemos, el miedo a una invasión es algo que está inscrito en el código genético de sus habitantes. Pero si bien se mira, esa sensación es común a casi todos los lugares que han sido avasallados por el turismo de masas. Es lo que ocurre en Venecia y en Florencia, en Roma y en Manhattan, en el centro de Londres y en París, en Lisboa, en Atenas o en cualquier isla del Mediterráneo. De hecho, no hay lugar del mundo -salvo los guetos miserables de las grandes ciudades del Tercer Mundo y las zonas que se han quedado al margen de todas las rutas comerciales- que esté libre de esa sensación de amenaza. Hace cuarenta o cincuenta años, el turismo era una bendición para casi todos los lugares que querían salir de la miseria. Hoy en día, para mucha gente, es una maldición.

En este nuevo milenio, el turismo low cost lo ha cambiado todo. Esos turistas que se suben al avión con una botella de vodka en el cuerpo y vestidos de novia (ellos) o de vikingo (ellas); esas turistas que se cambian de ropa a la entrada del aeropuerto como si estuvieran en el vestuario de una sauna; y todos esos turistas gritones y maleducados que parecen salidos de aquellas pesadillas de Jersey Shore pertenecen a una clase social que hace sesenta o setenta años no tenía derecho a ir a ningún sitio. No conviene olvidar que el turismo low cost es una consecuencia de la más profunda democratización que ha ocurrido en las sociedades modernas. Por supuesto que esa democratización tiene consecuencias nefastas -ruidos, destrozos, malos modales, hacinamiento en las zonas turísticas-, pero millones de personas que hace cincuenta años ni siquiera se imaginaban que algún día saldrían de su comarca natal, hoy en día pueden viajar tan contentos al otro extremo del mundo. Hace poco me crucé con un grupo de turistas chinos saliendo de un tablao flamenco. Muchos eran mayores, casi ancianos, o sea que nacieron cuando China era el paraíso comunista de Mao Zedong en el que todo el mundo vestía igual y comía igual y vivía igual. Para ellos, en aquella época, desplazarse cien kilómetros en coche era un hecho casi inimaginable. Y llegar en avión desde una zona rural a Pekín o a Shanghái era un milagro inconcebible. Pues bien, ahí estaban aquellos chinos nacidos en los años 40 y 50, todos disfrazados de turistas con sus gorritas y sus sombreritos de colores, haciendo su turné por Europa y disfrutando de algo que jamás habrían creído posible cuando eran jóvenes.

Lo malo de vivir sintiéndose invadido es que poco a poco va apareciendo un proceso paralelo de desconfianza y de rechazo hacia los extranjeros a los que nadie ha invitado. De pronto mucha gente empieza a creer que vive en una sociedad que está sufriendo un insidioso proceso de disolución. Y unas sociedades que hasta ahora nos parecían relativamente homogéneas y estables, de repente parecen haberse convertido en un revoltijo caótico de identidades fragmentadas y en el fondo incompatibles. Es lo que está pasando en Italia, en Francia, en Gran Bretaña y en muchos países del Este de Europa. Es lo que está pasando en los Estados Unidos de Trump. Es lo que está pasando en la Cataluña más favorable al independentismo. Porque los nuevos movimientos populistas y xenófobos se aprovechan de esta sensación generalizada de estar siendo invadidos que sienten muchos ciudadanos, y entonces se ponen a agitar el miedo histérico a los invasores que nos quieren expulsar de nuestra tierra. En Italia ya gobiernan en coalición los xenófobos de derechas y los xenófobos de izquierdas. Dentro de poco no será raro verlos gobernar en muchos más países. Es lo que pasa cuando el miedo razonable a la invasión produce unas reacciones irrazonables. Mal asunto.

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