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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Crisis crónica

Estar en crisis endógena desde 2010 es una plusmarca difícil de superar. Llámenla como quieran pero, sea crisis económica, independentismo catalán, rescate bancario, desamparo social, gobernabilidad, crisis partidaria en el PSOE a lo largo de 2015, 2016 y 2017, DUI en Cataluña, y, finalmente, la crisis institucional a raíz de la última sentencia de la Audiencia Nacional sobre la trama Gürtel con la presentación por el PSOE de la moción de censura contra Mariano Rajoy, no dejan de ser todas epifenómenos de una misma gran crisis: la del sistema político surgido de la Transición, afectado del peor de los males en una democracia: el de su falta de representatividad. Los electores votan a los partidos, sí, pero bajo las condiciones establecidas a través del sistema electoral de listas bloqueadas y cerradas, las cartas marcadas por las que las cúpulas se perpetúan hasta el desastre final. Hay un partido en peligro inminente; no sólo por la posibilidad de perder el gobierno, también por ver comprometida su propia condición de ser el partido alfa del centro derecha, por la corrupción sentenciada más que por la moción de censura: el PP. Pero como ha apuntado algún analista, las reacciones del resto de partidos a la sentencia (la realidad), han parecido imitar a la ficción (Casablanca), han descubierto, ¡qué sorpresa!, que aquí hay corrupción. Todo lo cual reviste a las reacciones escandalizadas de un barniz de hipocresía y sobreactuación. Aunque la sentencia apunta a la poca verosimilitud del testimonio del presidente del gobierno, no se atreve a iniciar una causa por falso testimonio. La declaración de Rajoy, como presidente ejecutivo de un partido político, de que sus responsabilidades son exclusivamente políticas y no de la supervisión de las áreas administrativas de sus subordinados ("sé fuerte Luis, hacemos lo que podemos"), es prueba sobrada del cinismo y la hipocresía con los que se desenvuelve la clase política.

La reacción del PSOE, a través de su número dos, Ábalos, a la postura de Ciudadanos reclamando elecciones por medio de una moción instrumental, sin más objetivo que convocarlas, "que no mareen con las elecciones", ilustra prístinamente que el PSOE disfraza su moción con el mantra de decidir "Rajoy sí o Rajoy no" lo que es el verdadero objetivo de su nuevo bonapartista, Sánchez: acceder a la presidencia del gobierno sin disponer del mandato de unas elecciones generales. Su propuesta de consensuar la fecha de las elecciones con fecha posterior a su investidura es de un maquiavelismo un poco infantiloide: si no llegamos a un consenso, yo sigo como presidente. La estrategia es tan burda que avergüenza. Que sea presidente Sánchez con 84 diputados, no genera estabilidad, sino todo lo contrario, como apunta su disposición a aceptar los votos de quienes quieren destruir el Estado. Precisamente para menguar la inestabilidad, es por lo que es en estos momentos imprescindible la convocatoria de elecciones. El intento de Sánchez, un mal actor que nunca ha trabajado de verdad y de cuya tesis doctoral aún nada sabemos, es, por una parte, acceder a su gran ambición, la de ser expresidente, un trabajo para toda la vida, y, en segundo lugar ofrecer, desde la presidencia del gobierno, una resistencia desesperada al cambio por parte del que parece ser el miembro menos desahuciado del bipartidismo que surge tras la explosión de UCD. A esto se le llama anteponer los intereses de la nación a los propios. España, lo primero.

Pero aun si el desenlace de la actual crisis desembocara en unas elecciones y el resultado fuera favorable a C´s, no por ello quedaría recuperada la estabilidad. Por un lado, la normalización política en Cataluña, sea por una nueva aplicación del artículo 155, sea por otro tipo de actuación constitucional, es algo que muchos de nosotros ya no vamos a poder ver. Si algo caracteriza al nacionalismo catalán es ese fanatismo de raíz clerical para el que nadie puede diseñar un protocolo psiquiátrico (decía un personaje de El Roto: "Para entender lo nuestro hay que ser de aquí"). Sea con lazos amarillos y esteladas en los balcones consistoriales, jaulas en las plazas de nuevo y liberador nombre, o convirtiendo las playas en cementerios simbólicos, los nacionalistas no van a cejar en su delirio de trascendencia que tanto recuerda el del comunitarismo cristiano. Son pesados hasta la extenuación; nuestra, claro. La sentimentalidad del romanticismo político es la tecla que han sabido pulsar los aventureros, iluminados, comisionistas y corruptos variopintos a los que no se ha atrevido a enfrentar, según afirmaba Manuel Valls, una inexistente burguesía catalana, un erial de ricachones codiciosos sólo atentos al dinero, y cuyo referente periodístico, La Vanguardia, regada con dinero público, encabezó la llamada a la rebelión.

Por otro lado, albergo la creencia de que la inestabilidad del sistema político va a continuar hasta que se establezca su representatividad. Y esto es algo que no va a pasar ni con C´s ni con el peronismo de extrema izquierda de Podemos. Ambos reclaman una ley electoral más proporcional aún, con lo que se van a ver incrementados los inconvenientes del sistema: listas cerradas y quizá de cremallera (otro encorbatado personaje de El Roto: "La lucha de género ha sustituido a la lucha de clases. ¡Estamos salvados!") con más poder aún para las cúpulas partidarias, menos para los ciudadanos; más partitocracia (de nuevo cuño); más ejecutivo, menos parlamento; y una inestabilidad cronificada.

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