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Eduardo Jordà

Un par de botas viejas

En el último otoño de su vida, cuando tenía 89 años, James Salter dio unos cursos en la universidad de Virginia. Ahora se han publicado con el título de El arte de la ficción (Salamandra), pero yo creo que sería mejor llamarlos "El arte de la vida". Porque las mejores ideas que ofrece Salter no se centran en la escritura ni en el arte de escribir novelas, sino en el arte mucho más complejo de vivir la vida. Así, por ejemplo, Salter cuenta que después de doce años de profesión como piloto de la Fuerza Aérea, un día decidió abandonar el ejército para dedicarse por completo a la literatura. Ese día escribió una carta de renuncia y fue a entregársela en mano a su superior jerárquico. Salter imaginaba que su superior -un coronel- se sorprendería al ver la renuncia y le pediría que recapacitara, pero el coronel se encogió de hombros, cogió la renuncia y la guardó en un archivador. No dijo nada, no hizo nada. "Como si le hubiera entregado un par de viejas botas", concluyó Salter. Eran doce años de vida, doce años de carrera, pero a nadie le importó. Primera enseñanza de Salter, expuesta de forma tácita aunque el lector la capta de inmediato: "Eso es tu vida para los demás: un par de botas viejas. No lo olvides".

En el libro hay otra enseñanza igualmente importante. En 1975, cuando publicó su novela Años luz, Salter recibió una llamada de su editor: ya había salido la primera reseña en el New York Times. ¿Eran buenas noticias?, preguntó el escritor, inquieto como todos los escritores en ese momento de sus vidas. No, no eran buenas noticias: la reseña era mala, le dijo el editor. "¿Cómo de mala?", preguntó Salter. "Muy mala". ¿Y no había nada que se pudiera salvar, una frase, un par de palabras, cualquier cosa?, volvió a preguntar Salter. "No", contestó el editor, "nada". Salter sabía que había escrito una novela extraordinaria -yo aún diría más, una obra maestra-, pero allí estaba la primera reseña en el "Times", en la que no había ni una sola palabra elogiosa o siquiera comprensiva. Nada. Las pocas reseñas que llegaron después fueron igual de desfavorables, pero Salter no se acobardó. Aceptó las críticas negativas con estoicismo y siguió escribiendo. Si antes ya sabía que, para los demás, la vida de cada uno de nosotros no es más que un par de botas viejas, ahora también sabía que una gran obra, una gran novela -la mejor que había escrito y que escribiría nunca-, tampoco iba a merecer una acogida mejor: era otro par de botas viejas, nada más. Y que pase el siguiente.

"¿Cómo de mala?" "Muy mala". Pienso a menudo en ese breve diálogo cuando oigo hablar de la libertad de expresión, como está sucediendo estos días tras la huida a Bélgica del rapero Valtònyc para no ser encarcelado. Porque los mismos que ahora defienden a Valtònyc y le conceden todo el derecho a amenazar de muerte y a insultar y a pedir que se pongas bombas a diestro y siniestro, son los mismos que se escandalizaron muchísimo cuando un ridículo autobús de la extrema derecha salió a la calle con un letrero que decía: "Los niños tienen pene, las niñas tienen vulva". Hubo gente que organizó toda clase de movilizaciones para impedir la circulación de aquel autobús, y hasta se reclamó la presencia de la policía, que al final tuvo que intervenir y cerró el paso al autobús, y hasta creo que presentó una denuncia por incitación al odio (me pregunto qué habría escrito el gran Philip Roth si hubiera conocido esta historia, que no sé si pertenece al género cómico o al género de la ciencia ficción distópica). Pues bien, estos mismos manifestantes son los que ahora reclaman la libertad de expresión de Valtònyc, ya que lo que dice Valtònyc, con sus rimas pedestres sobre los Borbones o la dinamita o los tiros en la nuca, coincide con su forma de ver las cosas y con su odio a España y a la Constitución, de modo que las bravatas estúpidas de Valtònyc les parecen mucho más razonables que una frase como "los niños tienen pene, las niñas tienen vulva", en la que por lo visto se oculta alguna clase de mensaje herético o pornográfico o que incita claramente a la comisión de delitos muy graves (tal vez la pederastia o el canibalismo o la realización de sacrificios humanos).

Personalmente no me hace gracia que Valtònyc vaya a la cárcel, pero no hay que olvidar que también fueron condenados a once años de cárcel varios raperos de la extrema derecha que animaban a exterminar a los negros y a los homosexuales. En mi opinión no se debería condenar a nadie por lo que dice en una canción, pero ese principio debería abarcar a todo el mundo, los que nos caen bien y los que nos caen mal, los que nos ponen a parir y los que nos elogian, los que defienden nuestras ideas y los que las atacan. Y eso es lo que no veo por ninguna parte: gente dispuesta a aceptar la libertad de expresión cuando esa libertad de expresión se dirige contra sus ideas o contra su forma de entender la vida. Es decir, cuando esa libertad de expresión nos destroza una novela que nos parece magnífica, o cuando nos recuerda que -por muy chulitos que nos pongamos- no somos nada más que un par de botas viejas.

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