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Clément Rosset

El cadáver de Clément Rosset fue hallado en su domicilio parisino por la mujer de la limpieza. El filósofo que atendía a lo real como se merece, destacando la unicidad de las cosas y detestando los dobles, las réplicas. Un teólogo del camembert, según un amigo suyo, en un guiño al trozo de cera sobre el que meditaba Descartes. Un observador de la singularidad que solía refugiarse en Ca'n Cunieta, su casa heredada en Mallorca. Hasta hace poco no sabía que Rosset pasara largas temporadas en la isla. De hecho, fue un profesor del Liceo Francés de Palma quien me lo notificó. Incluso, hablamos de la posibilidad de hacerle una visita. Luego, su salud se fue deteriorando y tuvo que regresar a París. Me estoy imaginando a Clément Rosset, el filósofo de la realidad, retirado en su casa de Galilea, descongestionándose del tráfago parisino. La isla suele darnos este tipo de sorpresas. Uno va descubriendo filósofos, músicos, pintores o cineastas que se ocultan en alguno de sus múltiples recovecos. Me gustó saber que Paco de Lucía se encontraba entre nosotros y que Santiago Auserón también anda por ahí perdido en algún pliegue de la isla.

Pero volvamos al filósofo francés recién fallecido, amante de la realidad en todas sus versiones, desde la más trágica y oscura hasta la más luminosa y epicúrea. Alguien que afirma que el único secreto real del mundo es, justamente, el mundo que tenemos delante de nuestros ojos y a mano. En fin, que el misterio radica en lo cotidiano. Amante de la jota aragonesa y del folclore mallorquín, bon vivant e insomne radical. Afirmaba, vaso de vino en ristre, que es fundamental conocer el lado trágico de la vida si en verdad se pretende gozar de ella. Que, gracias a nuestra condición mortal, la vida adquiere una mayor intensidad. Por tanto, gozamos de los placeres de la vida debido a su carácter finito. Y en este punto, surge España, país ya admirado por su maestro Cioran. País que aúna la fiesta y la tragedia, la pasión por la muerte y la juerga interminable. La crueldad y la ayuda al prójimo y que viva la contradicción. El pensador francés, siempre sujeto a lo real, a lo tangible, a lo fruitivo, se sentía inmediatamente a gusto entre españoles. Esa alegría irracional que brota en los momentos más dramáticos, y que no es otra cosa que una forma de supervivencia. Ese sentido del humor que asoma en los instantes más peliagudos. Cuando todo parece irremisiblemente perdido y no nos queda otra que romper a reír. Cuando ya no hay remedio y la única alternativa consiste en tirar de cachondeo.

Me imagino a Rosset degustando un buen tumbet regado con algún vino de Llevant y rematar la jugada con un rebentat y con un licor de hierbas, o asistiendo a alguna matanza del cerdo mientras su cerebro se dedica a establecer asociaciones con vistas a un posible ensayo. Y es que los pensadores que dejan que la vida penetre en la filosofía son mucho más creíbles que muchos de los profesionales del ramo, casi siempre absortos y enmarañados en los clásicos tejemanejes del gremio, excesivamente preocupados y ocupados en asuntos de despacho y labores burocráticas. En eso, Clément Rosset se asemejaba a los antiguos, aquellos que todavía veían correspondencias directas entre lo vivido y lo pensado. Esa expresión tan manida del "vivir filosóficamente." Filosofar sin alejarse de la vida, incorporando las pasiones al pensamiento.

Me lo imagino, algo orondo y con buen color, caminando por los senderos de Galilea, esa aldea encaramada a más de 400 metros sobre el nivel del mar y a la sombra del, a menudo, inquietante Galatzó. Me lo imagino, en efecto, impregnado de realidad, sin doblaje, en estricta versión original.

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