Pedro Sánchez se ha visto impelido a presentar la moción de censura. Al timorato PSOE, desaparecido de escena incomprensiblemente, salvo para avalar al Gobierno en el podrido contencioso catalán, le ha visitado la diosa fortuna, llegada de la mano de la inclemente sentencia con la que la Audiencia Nacional ha despachado una pieza de la corrupción del PP. La quiebra del sistema político español ha hallado una vía por la que desaguar para encauzar en lo posible la riada; esa no es otra que la moción de censura y la convocatoria en pocos meses de elecciones generales, para, después, iniciar, si es posible, la recomposición del sistema con elementos diferentes a los que han sido utilizados desde 1978. Compleja y difícil tarea, pero de urgencia extrema para evitar el colapso.
Qué distinto hubiera sido todo si cuando se conocieron los mensajes remitidos por M. Rajoy a Luis Bárcenas, el presidente del Gobierno hubiera optado por lo que en Europa occidental es de curso obligado: presentar la dimisión. No lo hizo, porque estaba parapetado en la mayoría absoluta que los socialistas de Rodríguez Zapatero gentilmente le obsequiaron en 2011. Lo acontecido desde entonces es sobradamente conocido: el cuarteamiento institucional ha progresado imparable sin que los actores políticos hayan querido percatarse de hacia dónde se ha estado transitando velozmente.
Desde el jueves, se ha abierto un tiempo nuevo, que no garantiza que la institucionalidad emanada de la Constitución de 1978 sobreviva incólume, pero sí que posibilita entrar en una nítida etapa reformista, con elecciones a Cortes Generales de por medio, reiterémoslo, sin la rémora que ha sido Rajoy y el mundo que representa. Su empecinamiento en no abandonar, temeroso de acabar como el exprimer ministro socialista portugués José Sócrates, o sea, en la cárcel, sitúa al partido que ha representado prácticamente en exclusiva a las derechas españolas en una posición que le aboca a la implosión: el PP entró hace tiempo en situación agónica, estaba, a pesar de las voces interesadas que proclamaban lo contrario, su mineral resistencia, en el período final; el suyo era el de una época, la misma que se está llevando por delante a no pocos partidos tradicionales de la escena europea: ahí están Francia e Italia para corroborarlo o la debilidad que aqueja a las derechas e izquierdas clásicas germanas.
En España, además, hay que pechar con lo que acontece en Cataluña, donde la Justicia, el Tribunal Supremo, exhibe una torpeza inaudita que deja al Estado en posición desairada ante el mundo. Algo de política hay que hacer para salir del marasmo, aparte de los aspavientos nacionalistas de rancia estirpe hispana que promueve Ciudadanos. Ese hacer política es lo que Rajoy está incapacitado para llevar a cabo; su ineptitud ha mantenido maniatado al PSOE, al tiempo que Albert Rivera se ha lanzado a una carrera en pos de la aniquilación electoral de PP y PSOE.
Ha sido un sentencia judicial el instrumento que habilita el desenlace al que estamos asistiendo. Lo que está por venir es incierto: España está metida en una de sus recurrentes crisis político institucionales de las que demasiadas veces en los dos últimos siglos de su historia no ha sabido salir civilizadamente. En Europa observamos cambios drásticos, de mucha envergadura. Los que tengamos que vivir no hay certeza de que vayan a ser los adecuados. El presente es inservible, no admite prolongación.