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Antonio Papell

Presupuestos para la legislatura

El Gobierno ha logrado aprobar, fuera de tiempo, los presupuestos para 2018 cuando el ejercicio está en su quinto mes. En realidad, estas cuentas permiten a Rajoy agotar la legislatura, ya que en 2019 -año de elecciones municipales, autonómicas y europeas- pude proceder a prorrogar los que ahora se aprueban y en 2020 ya llegarán, si no ocurre algo excepcional que provoque un adelanto, las generales.

El mérito es, en principio, del gobierno, que ha tenido tesón y oficio para reunir los prodigiosos 176 votos que necesitaba para sacar adelante estos presupuestos Frankenstein, cosidos a retales proporcionados por las minorías a cambio de pingües contrapartidas. Pero la verdadera razón de que haya presupuestos y de que se aleje por tanto el fantasma de unas elecciones anticipadas es que nadie quería precisamente eso, un adelanto electoral. La situación es tan compleja que quienes tienen malas expectativas de futuro requieren tiempo para tratar de enderezar el pronóstico. Y quienes las tienen buenas, también necesitan un aplazamiento para mejorar del todo sus posiciones y tratar de vencer con rotundidad.

Más simplificadamente, los "viejos partidos" creen que aún están a tiempo de frenar el declive, entre otras razones porque sus jóvenes antagonistas tienen multitud de ocasiones de equivocarse (a la vista están los errores inmobiliarios de Podemos y algún desliz patriótico de Rivera). Y los "nuevos partidos", que no terminan de creerse sus verdaderas posibilidades, confían en que pueden terminar de enterrar a sus enemigos del viejo bipartidismo. El tiempo dará y quitará razones.

La aprobación de los presupuestos proporciona objetivamente estabilidad al país, en momentos delicados en que la cuestión catalana requiere cierta solidez en el aparato del Estado. Acometer ahora un proceso electoral general cargado de incertidumbres hubiera sido un dislate, y así lo ha entendido incluso el PNV, que ha realizado la proeza de pactar con el PP las cuentas públicas al mismo tiempo que pactaba el derecho a decidir y la nacionalidad vasca con Bildu. La coyuntura internacional no es tampoco tranquilizadora -la amenaza del proteccionismo, la brutalidad de Trump en el cercano Oriente, la subida del precio del petróleo y la crisis italiana son factores inquietantes que han de abordarse desde una posición lo más sólida posible-, por lo que nos viene bien estar alejados de vaivenes inminentes.

Dicho esto, es claro que las cuentas públicas recién aprobadas, aunque levemente expansivas como corresponde en un periodo de claro crecimiento, no resuelven los principales retos a medio y largo plazo -el sistema de pensiones experimentará un simple parcheo-, ni siquiera revierten del todo los recortes del estado de bienestar producidos por la gravísima crisis. Nos mantenemos en tierra de nadie, con impuestos bajos y sin medidas que salgan al paso del fenómeno de la pobreza laboral ni a la insostenible temporalidad, de forma que se incrementa la desigualdad y, con ella, la desafección hacia el sistema político, lo que constituye una invitación al populismo y a la radicalidad. Con la particularidad de que, al advertirse cierto envejecimiento de las organizaciones nuevas -C´s y Podemos han adquirido derivas acomodaticias y ciertos tics autoritarios-, los desencantados quedarán reducidos a la más absoluta orfandad, en donde habitan los verdaderos antisistema.

Las cuentas que van a ser aprobadas de inmediato nos alejan levemente de los objetivos de convergencia pactados con Europa pero mantienen el déficit por debajo del 3% -parece que podemos quedarnos en el 2,6%, en vez del 2,2% comprometido-, que es lo importante porque por fin nos liberaremos del expediente por déficit excesivo que hemos arrastrado casi una década. No avanzan, en cambio, en el camino de la reducción de la deuda, que sigue siendo insoportablemente alta y que nos creará problemas en cuanto, como es previsible, suban los tipos de interés hasta situarse en niveles normales.

En definitiva, los presupuestos 2018 responden a una amalgama inconexa de intereses que no van paralelos a un programa de gobierno claro. Es la consecuencia alarmante de un pluripartidismo en que no ha sido posible lograr un pacto de mayoría. Un modelo que fracasará si no cunde pronto la convicción de que el parlamentarismo requiere de la negociación y el acuerdo para resultar funcional.

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