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Daniel Capó

El cambio climático

Poco antes de morir, el escritor inglés Bruce Chatwin empezó a comprar compulsivamente antigüedades en las tiendas más caras de Nueva York y se puso a escribir un libro sobre las fronteras geográficas que definen las ciudades: los límites urbanos entre el polígono y la naturaleza; esa línea zigzagueante, promiscua, en continua transformación, parasitada por el hombre en su desarrollo. Nunca llegó a terminar el libro -estaba demasiado enfermo para ello-, sino que apenas lo esbozó. Como al pianista ucraniano Sviatoslav Richter, a Chatwin le gustaba combatir la tristeza con largas caminatas en la soledad de los lugares más recónditos: el desierto australiano, las pampas patagónicas, las calles desérticas de los extrarradios? Richter en ocasiones llegaba a pie a alguna aldea, no lejos de la ciudad; era de noche, iba a la iglesia o al colegio y se ponía a improvisar, ante un público sorprendido, un concierto en algún piano desafinado. Eran valores -y conductas- de un mundo antiguo.

Al leer el libro de Manuel Arias Maldonado sobre el cambio de era geológica impulsado por la actuación humana, pensé de inmediato en la obra no escrita de Chatwin. El Antropoceno constituye, según el ensayista malagueño, una hipótesis científica "cuyo rasgo central es el protagonismo de la humanidad convertida ahora en agente de cambio medioambiental a escala planetaria". Esta nueva etapa geológica, que metamorfosea la era benigna del Holoceno, "nos recuerda que naturaleza y sociedad se encuentran profundamente relacionadas, hasta el punto que la historia humana podría verse como la historia de nuestras relaciones con la naturaleza. No podemos entendernos a nosotros mismos sin recurrir a ella".

Más allá del registro fósil de este proceso -¿dónde situamos el momento cero de la transformación planetaria: en la irrupción colombina de 1492, en la invención de la máquina de vapor, en el estallido de la bomba atómica, en la aceleración exponencial del capitalismo que ha supuesto la globalización?-, lo importante para el debate público pasa por saber de qué modo nos concierne moralmente la condición problemática del medio ambiente. ¿Cuánto se debe -y qué se puede- salvar en ese difícil equilibrio que se da entre la actuación del hombre y la biodiversidad? "La era humana -escribe Manuel Arias Maldonado- se encuentra plagado de peligros, pero también constituye a su manera una oportunidad: la de reorganizar las relaciones socionaturales y perfeccionar de paso el modo en que habitamos un planeta que hemos transformado y dañado a partes iguales".

La ambivalencia de la modernidad se refleja en una curiosa paradoja: si el uso intensivo de la tecnología ha acelerado el impacto medioambiental, la propia ciencia ha empezado a ofrecer soluciones que minimizan el impacto de la economía fósil. Los coches eléctricos -o híbridos-, el reciclaje, la sustitución del carbón por energías limpias, la prometedora tentativa de carnes cultivadas en laboratorio y la digitalización son ejemplos de lo que Andrew McAfee denomina "la creciente desmaterialización de la economía".

A medida que la técnica avanza y los países prosperan, determinadas dinámicas cambian. O al menos tienen la posibilidad de hacerlo, sobre todo si los incentivos en la conversación pública son los adecuados. Entre el negacionismo del cambio climático y el apocalipsis ecológico, existe una vía intermedia que es la de la política inteligente y las virtudes medioambientales. Al fin y al cabo, a un gran poder -el del hombre sobre la creación-, se asocia una gran responsabilidad. No podemos huir de nuestra responsabilidad moral con el planeta.

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