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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Adiós a los consensos

El adiós al consenso replica la pérdida de racionalidad que empieza a permear de forma acelerada la política española. Se trata de la lógica inherente al conflicto, el cual se alimenta de los extremos frente a la moderación del liberalismo. Es un mundo nuevo -aunque, a la vez, muy antiguo- que impugna los grandes pactos de la posguerra europea: el Estado del bienestar, el equilibrio de poderes, la arquitectura constitucional, la desnacionalización de la soberanía, la puesta en marcha -lenta, demasiado lenta- de un demos continental. El adiós al consenso representa la peor noticia para la Pax Europaea, que también es -¿por qué no decirlo?- una Pax Hispanica. Frente a la gran conversación democrática -factor crucial del modelo ilustrado-, nos dirigimos al choque identitario, forzosamente divisivo y concebido en términos de pureza. La consecuencia inmediata es hacer del diálogo un recurso banal, cuando lo fundamental para muchos solo es vencer. Las sociedades polarizadas se convierten en mundos donde rige la fuerza, no la inclusión.

La irracionalidad adquiere de pronto un rango político que se asemeja a la demagogia y que amenaza con derivar hacia el populismo, viciando por completo el debate democrático. Por ejemplo Pablo Iglesias e Irene Montero, víctimas de su propia retórica tras abanderar un discurso de trincheras ideológicas. La realidad quiebra cualquier apariencia de ejemplaridad pública cuando el listón se sitúa en un nivel falso, sostenido por sofismas. Por supuesto, tras el engaño a su electorado -o, si lo prefieren, tras "la incoherencia" de sus líderes-, el precio electoral será elevado para Podemos, que puede olvidarse de asaltar la Moncloa. Al menos, en el corto plazo (y, seguramente, tampoco en el medio). El cambio en la política española, a su vez, se sustancia en la modulación del bipartidismo: el PP y el PSOE endurecen sus discursos siguiendo la lógica de los eventos. Pedro Sánchez ha percibido que el momento es diferente y que las apelaciones a la tercera vía constituyen un discurso ya agotado. Sánchez ha subido su tono al hablar sobre Cataluña, al mismo ritmo que ha mandado callar a algunos de sus barones territoriales con discurso propio. Con Torra en la Generalitat, sencillamente, la evidencia de los incentivos ha cambiado. De nuevo, pierden los partidarios de un consenso renovado y los llamados "terceristas" frente a la retórica identitaria de uno u otro signo. El que gane no sabe a qué precio será.

Porque el final de los consensos anuncia un mundo más arisco. Antón Costas explicaba hace una semana en las páginas de La Vanguardia que todavía no hemos interpretado bien la magnitud de los cambios sucedidos. El mundo de ayer -la Transición- se disuelve rápidamente, definido por un corte divisorio, por una llamada tribal. El catalanismo clásico -uno de los dos proyectos modernizadores de España a finales del XIX y principios del XX, si hacemos caso al historiador Vicente Cacho- se ha metamorfoseado en una variante del populismo desligado del marco constitucional. Jordi Amat ha explicado parte de esta evolución en su fundamental Largo proceso, amargo sueño (Ed. Tusquets). El acuerdo de la Transición -que pasaba por la transferencia de poder a las autonomías- también ha caído, mientras una parte creciente de la sociedad española -y cerca de la mitad de la catalana- tampoco acepta ya el pacto con el nacionalismo, que se traducía en inmersión lingüística y en dinámicas abiertas de construcción nacional. Para la izquierda antisistema, la Constitución del 78 estaría viciada de origen -por el franquismo-, al igual que la Europa democrática padecería alguna que otra variante de metástasis del capitalismo de las elites. Lo importante es tirar de los extremos, a poder ser hasta que revienten las costuras. Así, se entra en una terra incognita.

Lo propio de la democracia es el consenso y la inclusión, no la guerra identitaria ni la guerra cultural. Esta terra incognita que se divisa en el horizonte supondrá un lugar menos amable para todos, un campo abonado para el maniqueísmo. Si no somos capaces de parar la deriva hacia los extremos, nuestras libertades corren el peligro de acabar en un espacio mucho más estrecho. Cuando reinan los demonios del rencor y del enfrentamiento, no sólo se enrarece el aire sino que surgen de nuevo los peores instintos de nuestra historia.

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