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José Carlos Llop

Otras vanidades

Ha muerto Tom Wolfe y todos los periódicos del mundo se han hecho gran eco de esa muerte. La lógica de tal eco es aplastante: sin Wolfe el periodismo de hoy sería otro y cuando Wolfe se hizo novelista -cuando triunfó en todo el mundo, quiero decir, con La hoguera de las vanidades- eligió a un periodista como El Narrador Omnisciente. Su doble apuesta era clara: por un lado la consideración del periodismo como una herencia de Herodoto, Tucídides, Plutarco o Suetonio en el marco contemporáneo. Ahí apostó por su desprecio hacia el academicismo -una moneda de ida y vuelta, ese desprecio- apartando al historiador como cronista del imperio y sus hazañas. Del imperio norteamericano, naturalmente. Antes, en ese mismo imperio, habían ocupado el papel narrador el detective y el amigo del protagonista. Pero siempre entre bambalinas y como meros hilos conductores del relato. Tom Wolfe entronizó al periodista -lo puso por encima- y el periodismo del mundo entero se lo reconoció y premió con creces. Él sabía que ocurriría eso -conocía a fondo el medio-, lo buscó y lo obtuvo. Era uno de los suyos: su zar y su renovador: a años luz de todos.

Pero he hablado de una doble apuesta: la otra cara fue su reconocimiento implícito de que sólo a través de la literatura podía completar la verdadera historia de su sociedad: la decadencia de un imperio que se mantiene en la decadencia durante décadas y continúa. La crónica, en fin, de una decadencia que no llega a despeñarse por el abismo. En eso -que entra ya en lo político- Tom Wolfe era conservador. O mejor: muy conservador. Atacó a intelectuales y políticos liberales -liberal en USA alcanza hasta los socialistas- y a los arquitectos modernos con tanta saña como ingenio y brillantez. Pero volvamos a la escritura literaria, que es por lo que estamos aquí. De Dickens a Scott Fitzgerald sus padres estaban claros y Wolfe, en el momento de escribir La hoguera€, ya era un hombre mayor. Ahí invadió el territorio de Truman Capote y esto no es raro. Su Ponche de ácido lisérgico y A sangre fría, de Capote, son los padres -vuelvo a la paternidad a conciencia- de todo el periodismo contemporáneo. Aunque sus hijos no lo sepan, lo son. De sus virtudes -escasas- y de sus defectos -más abundantes- en relación con la realidad. Con el relato de la realidad, quiero decir.

La hoguera de las vanidades fue su gran ficción, pero antes -desde sus crónicas en The Rolling Stone a las de Esquire- toda su prosa estaba entreverada de recursos y modos ficcionales. En ellos halló el éxito entre los suyos y fuera de los suyos, pero sembró un pecado original que ha provocado, en discípulos e imitadores, bastantes dislates. Capote -ambos vestían atildados trajes blancos y se tocaban de sombrero, pero el dandi era Wolfe y el malediciente sapo atiplado, él- no lo soportaba. No le bastó con saber que su literatura era mucho mejor que la de Wolfe: los escritores somos muy raros. Incluso Plegarias Atendidas -la novela inacabada y tumba social y personal de Capote- tiene algo de voluntad de erigirse en el verdadero testimonio o memoria proustiana del poder (económico, social y cultural) neoyorquino, es decir mundial. Lo hubiera sido, pero lo aplastó su carácter y se quedó en cuatro -magníficos pero sólo cuatro- capítulos. Capote aparte, la Némesis de Tom Wolfe fue Norman Mailer, un macho alfa como Henry Miller -o mucho más alfa que Henry Miller-, más tosco en sus formas y de izquierdas. Puede decirse que si Capote había tenido a Gore Vidal, Wolfe tuvo a Mailer. Minucias amargas, pero también contrapesos a otras vanidades.

Tom Wolfe siempre votó al partido republicano e hizo gala de ello cuantas veces pudo y pudo muchas. En los últimos tiempos, antes de cada elección presidencial, repetía que se iría al aeropuerto con una botella de champán para beberse una copa por cada uno de aquellos escritores neoyorquinos, actores o actrices de Hollywood, o modernos cantantes y artistas que abandonara los EEUU huyendo de los Bush, tal como habían jurado y vuelto a jurar que harían durante la campaña electoral. Y Tom Wolfe añadía: ´me basta una botella y estoy seguro de que no tendré ni que abrirla´. Tenía razón: ni siquiera con Trump, el desbocado, se ha exiliado ninguno.

Postdata: como curiosidades locales, dos detalles Wolfe. El primero es que Ponche de ácido lisérgico -desacertada traducción del título en Anagrama- tuvo el origen de su edición -en la asturiana Júcar- en Mallorca. Fue mi amigo Fernando Corugedo, entonces secretario de Cela, su inductor, y también, con otro amigo, el novelista Mariano Antolín Rato, su traductor bajo el seudónimo que utilizaron juntos tantos años: Martín Lendínez. Lo titularon Gaseosa de ácido eléctrico. Hablo de los primeros 70.

El segundo detalle trata de Pau Riba que es, junto a Sisa, mi cantante catalán preferido desde aquellos primeros 70 también. Uno de mis discos elegidos de Riba, editado en 1975, es su Electroccid Àccid Alquimístic Xoc. Pues bien: el título original del libro de crónicas de Tom Wolfe es: The Electric Kool-Aid Acid Test. Comparen. Hasta aquí llegaba la maestría de Tom Wolfe y desde aquí se esparcía por el resto del país hace más de cuarenta años.

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