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Antonio Papell

Los mejores años de nuestra vida

Steven Pinker es un respetado ensayista, profesor en Harvard, que encabeza el grupo de los intelectuales que se adscriben al "optimismo racional". Frente a numerosos pensadores que detectan gravísimos fallos al presente de la globalización y presagian un declive inexorable y un futuro muy negro, Pinker, que acaba de publicar un libro de éxito -Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism and Progress- sostiene que el mundo no ha dejado de ir a mejor en los últimos 200 años. Bill Gates ha elogiado esta obra, que "es su libro favorito de todos los tiempos".

Este diagnóstico reconoce asimismo que la causa de tal avance continuo no ha sido fortuita: el mundo ha progresado gracias al afianzamiento de los ideales ilustrados. Pinker elogia la racionalidad científica y el liberalismo progresista, que serían los motores de la evolución al alza de la humanidad. Y, finalmente, piensa, como la mayoría de los miembros de su escuela de pensamiento, que la tendencia no decaerá y que el progreso continuará mientras se mantengan sus fundamentos.

La mejora continua de la humanidad en los dos siglos precedentes -con las fallas monstruosas de las guerras mundiales, de las que también nos hemos rehecho- tiene un contraste objetivo en un sinnúmero de indicadores, que Pinker cuantifica exhaustivamente. Y aunque los críticos de este estudioso le acusen de construirse "una ilustración a medida", de utilizar un modelo de desarrollo demasiado simple y de cierta debilidad en la exhibición de datos para sustentar la tesis de la mejora continua -disminución de la pobreza, mejora la salud, incremento de la educación, extensión de los servicios básicos, reducción de los conflictos, etc.- hay un cierto consenso en que el ensayista construye un relato real, de modo que sí puede decirse, con los matices que se quiera, que nunca vivimos mejor que ahora, que estamos viviendo los mejores años de nuestra vida, y que nuestros hijos vivirán todavía mejor.

En España, notoriamente, estamos en una etapa de franco pesimismo, a pesar de haber salido de la crisis económica. El conflicto catalán y una intensa desigualdad irresuelta como consecuencia de la doble recesión que hemos sufrido intensifican una cierta sensación de decadencia, que nos estaría abocando a un fin de etapa cargado de incógnitas. Los partidos, principales instrumentos de representación, están a travesando crisis internas y profundas transformaciones que auguran un cambio del mapa político; la clase política padece un intenso descrédito por la abundancia de casos de corrupción, que pese a todo afectan sólo a una minoría de personajes públicos; los jóvenes no encuentran trabajo decente ni pueden emanciparse hasta muy tarde y tienen la sensación de que no vivirán mejor que sus padres€ Y el sistema mismo, ya muy desgastado, parece estar falto de reflejos y de capacidad de reacción ante todas las reclamaciones novedosas que se formulan.

Y, sin embargo, deberíamos ver el envés de este relato pesimista, porque a pesar de todas estas carencias, disfrutamos de unos servicios sociales avanzados; seguimos teniendo uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo; la formación, aun con sus carencias, está sacando al mercado laboral a las generaciones mejor preparadas de nuestra historia, con una sobreabundancia de titulados superiores que habrá que reconducir pero con un capital humano acumulado envidiable. Nuestra democracia, pese a las necesidades de actualización y modernización, es de las más avanzadas de la Unión Europea, y aunque registre ahora un conflicto territorial (semejante al de otros países europeos), tiene una solidez a toda prueba, como lo demuestra su capacidad de resistencia frente a los embates destructivos de algunas minorías excéntricas.

Y si por ventura se produjera un cambio en el sistema de representación, con la sustitución de viejos partidos por otros nuevos, tampoco habría que recibir la mudanza con dramatismo: como en Europa, los grandes mastodontes ideológicos periclitan y renacen sin causar terremotos.

Deberíamos, en fin, mirar hacia adelante, con la audacia precisa y sin dejarnos lastrar por rémoras psicológicas irreales de incapacidad o impotencia. Estamos a la cabeza del mundo, la esperanza de vida no para de crecer, tenemos -estadísticamente al menos- la felicidad al alcance de la mano.

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