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Sintonías para nunca más

Por empezar con sugerencias de otros, en las que coincido, lo sustancial de los viajes - sus vivencias y aconteceres, objetivo de la columna- no es la llegada sino el trayecto: la búsqueda.

Viajar, parafraseando a Baudelaire, es lanzarse a lo desconocido para encontrar lo nuevo y para ello, más allá del placer visual, cobra capital importancia el contacto con nuevas gentes que, incorporando diferentes perspectivas y puntos de vista, sean capaces de remozar el bagaje que llevamos dentro. Siempre que poseamos una de las cualidades que diferencian, al decir de Manuel de Lope, al viajero del simple turista, cual es la facilidad para hablar con desconocidos.

Interrelaciones que enriquecen: divertidas, provocadoras, docentes y siempre gratificantes o, cuando menos, así ocurría con unos años menos a las espaldas. Cuando jóvenes y trasladados a cualquier lugar, solos o en compañía, las ganas de compartirse primaban; de hacer el viaje en grupo, los inicialmente anónimos formaban con nosotros y al poco, una piña cohesionada para el disfrute sin cortapisas. Sintonías para acrecentar el placer y de espaldas al futuro, porque el presente de risas y ocurrencias no precisaba de otras compensaciones ni filosóficas trascendencias. Tal vez fuese que, antes de peinar canas, nuestra sensibilidad se parecía más a la del resto así como el talante, menos dado a ese cartesianismo que viene con la edad y se hace inmune al parecer ajeno. Y me siento legitimado para afirmar todo lo anterior porque en viajes sucesivos he podido percatarme en carne propia -y por lo comentado con otros, la tendencia es general- de que, si bien es cierto, como alguien apuntó, que nadie es una isla, las fronteras a cruzar para acercarse a los demás se vuelven más escarpadas.

¿Por qué será? Quizá con la madurez, y permítanme la generalización, se diría que nos encasillamos por motivos varios. Tal vez la experiencia nos advierta que abrirse a los próximos no será siempre correspondido de igual modo, la sinceridad no alcance a superar los prejuicios como era la norma en el pasado, desconfiemos de quienes muestran parecidas reticencias a las nuestras o presumamos que del diálogo, un tanto forzado siquiera al comienzo, sólo se seguirá por lo general un hastío que habremos de disimular porque, tras escuchar algunos retazos de sus conversaciones, concluimos que seguir a nuestro aire será mejor alternativa.

Por otra parte tenemos ya afianzados la mayoría de intereses y, por supuesto, las convicciones, así que, ¿para qué forzarnos a una socialización que discurrirá por la superficialidad -aburrida- o supondrá un esfuerzo en la argumentación sin objetivos que merezcan el empeño? Sea por la creciente rigidez de que hacemos gala, pereza o quizá conscientes de que salir de nosotros podría equivaler a dilapidar el tiempo en nonadas de las que creemos estar de vuelta, el encorsetamiento a que aludo puede volvernos impermeables frente a la eventualidad de vernos obligados a participar de las vacuidades que intuimos: reír las gracietas que nos cuenten sobre nietos ajenos o en la tesitura de oír, con pelos y señales (me ha sucedido) las molestias que produce al interlocutor su herpes genital. Y lo de pelos es aquí algo más que una metáfora.

Sin embargo, las prevenciones descritas no han sido óbice para que, en cada ocasión y de visitar nuevos países en compañía de unos inicialmente desconocidos, el muro de mis precauciones se haya visto derribado por algunos con quienes de antemano no habría supuesto posibilidad alguna de empatía: Vero, la divertida policía procedente de Canarias; el jubilado -cuando activo, "estampador en frío" (!)- y su glamurosa esposa María, un taxista incansable en sus admiraciones por el entorno o, tiempo atrás, Javier y Marisol, veinte años más jóvenes y de una simpatía arrolladora. Ha sido a su través como he podido percatarme, en cada ocasión, que mis suspicacias y la perfecta soledad que supone viajar, como apuntó Umberto Eco, se iban al traste para ser reemplazadas por la tristeza de la despedida, agravada ante la sospecha de que, probablemente, se trataba de nuevos amigos que no volvería a ver.

La separación se ha seguido siempre de correos electrónicos mutuos cuya frecuencia va disminuyendo a la par que crece la conciencia de pérdida. Nunca existe un punto final y pese a ello, hoy escribo para conjurarlo y apuntalar los recuerdos de quienes me demostraron que en toda época, contra mis hipótesis de partida y sin importar la edad de unos y otros, es posible sentir la chispa del afecto. Después, los ratos con ellos se irán desdibujando junto a los paisajes y las emociones que suscitaron. Se borrarán las caras de los últimos conocidos como ya sucedió, tiempo atrás, con los primeros; el tono de su voz y las sonrisas, al extremo de tener que reinventarlos cualquier tarde de nostalgias, aunque sean falseados. Para atrasar el olvido.

Así me ha ocurrido con las remembranzas del lejano ayer y, seguramente por ello, la defensa que supone mirar hacia otro lado, reacio a nuevas compañías. Para evitar ser preso de ellas una vez más y, mientras se comparte alegría, vivencias y manteles, recordar en cualquier pausa los versos de Pedro Salinas: "La forma posible de estar juntos / es una despedida larga, clara. / Y que lo más seguro es el adiós".

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