Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Odio, odio

El primer reportaje fotográfico que hizo Robert Capa fue en una reunión de excombatientes de la Primera Guerra Mundial, en Verdún, en julio de 1936. En el mismo escenario donde había tenido lugar una de las batallas más sangrientas de la guerra, se reunieron antiguos combatientes -franceses, alemanes, ingleses, austriacos- para honrar a los muertos de los dos bandos y para renovar el juramento de que nunca más habría una guerra en Europa. Al final de la ceremonia, tres mutilados -todos ciegos o desfigurados a consecuencia de la batalla- depositaron una corona de flores en la tumba del soldado desconocido. "¡Por la paz del mundo!", gritaron todos los presentes, muchos de los cuales también habían sido heridos en la guerra y habían perdido ojos y brazos y piernas.

Era un día de julio y llovía y mucha gente iba vestida de negro, pero todos los presentes estaban esperanzados porque creían que nunca habría más guerras en el mundo. "¡Por la paz del mundo!", gritaban, porque todos estaban seguros de que el sufrimiento que ellos habían vivido -con los trescientos mil muertos que habían caído allí mismo, en las trincheras de Verdún- habría enseñado a la gente la locura de la guerra para que nadie repitiera los errores del pasado. Nadie reparó, o más bien no quiso reparar, en que la delegación alemana estaba repleta de esvásticas y que desfilaba con un amenazante despliegue militar. "¡Por la paz del mundo!", volvieron a gritar todos aquellos ex-combatientes que sabían cómo era la guerra y qué clase de locura se desencadenaba en los campos de batalla. Aquello ocurrió un tres de julio. Pero quince días más tarde empezó la guerra de España, donde Robert Capa haría fotos famosas -como la del miliciano muerto de un disparo en el frente de Córdoba-, y donde moriría, aplastada por un tanque, su novia, también fotógrafa, la gran Gerda Taro. Y sólo tres años después, en el verano de 1939, empezó la Segunda Guerra Mundial. Y entonces los hijos de aquellos veteranos de guerra que habían perdido los ojos o los brazos o las piernas en Verdún fueron también a la guerra. E igual que sus padres y sus abuelos veintitantos años antes, también ellos pensaban que la guerra duraría sólo unas semanas y sería un paseo militar. Sólo que la guerra duró cinco largos años y dejó veinte millones de muertos en combate y treinta millones de civiles muertos por culpa de la guerra. Aquella ceremonia de Verdún a favor de la paz no había servido de nada.

Las sociedades se creen seguras e invulnerables, pero nunca lo son porque nadie está dispuesto a extraer las consecuencias de las experiencias más amargas del pasado. En mayo del 68, los hijos de los supervivientes de la Segunda Guerra Mundial -es decir, los nietos de aquellos excombatientes fotografiados por Robert Capa en Verdún- también soñaban con cambiar el mundo y con vivir una nueva experiencia que acabara con la hipocresía y la codicia y las guerras. Los padres y los abuelos de aquellos jóvenes, en cambio, eran mucho más cautelosos porque habían conocido las guerras y sabían lo terribles que podían ser las ideas cuando uno está dispuesto a hacer cualquier cosa por ellas. Pero los jóvenes eran impetuosos y se sentían invulnerables como todos los jóvenes, y por eso lo querían todo y lo querían ahora, y no estaban dispuestos a dejarse engañar y pedían el final de la guerra y el comunismo de Mao y la muerte de los burgueses y la liberación sexual, todo a la vez, todo de golpe, porque debajo de los adoquines estaba la playa, un eslogan que parece pensado -ahora que lo pienso- para Mallorca y para tantos otros lugares que han sido destruidos por el turismo de masas (aunque gracias a ese turismo hemos vivido mil veces mejor que cualquiera de nuestros abuelos). Sólo que ahora debajo de los adoquines sólo hay más adoquines y muy pocas playas.

Y ahora, en el año 2018, muchos de los hijos y nietos de quienes vivieron mayo del 68 -o la revolución sexual de los años 60- se sienten igual de indignados e invulnerables que se sintieron sus padres y sus abuelos cuando eran jóvenes. Y por eso desprecian el Régimen del 78 -un régimen que se basó en el acuerdo entre los antiguos enemigos, como en aquella ceremonia de excombatientes de Verdún que fotografió Robert Capa-, porque a esos jóvenes el acuerdo les parece una traición y un engaño. Y además, estos jóvenes están furiosos por culpa de los alquileres prohibitivos y los contratos basura y las mentiras de los políticos, o sea que también ellos, ahora, sueñan con soluciones drásticas que hagan posibles las hermosas ideas que todos los viejos han ido traicionando con su miedo y su cautela y su pragmatismo. Y por eso desean cualquier cosa que les dé esperanzas o que les permita sacudirse la rabia. Y el odio crece y crece. Y ahí tienen, por ejemplo, a Quim Torra, un profesional del odio presidiendo una comunidad autónoma en nombre de sus antepasados, y jaleado además por los más jóvenes y más combativos y más incendiarios.

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