Una de las lecciones que nos ha dejado la obra de Platón es la conciencia de que las sociedades se rigen en gran medida por una espesa red de sofismas, es decir, relatos de carácter ideológico que no están ligados a la verdad de los hechos ni al bien común sino que sirven a los intereses concretos del poder o de sus adversarios. De ahí el riesgo de convertir la democracia en un teatro en que se confunda la realidad con la ficción, los problemas con la propaganda y las urgencias de la sociedad con los intereses electorales. Del sofisma y la propaganda al abuso de la demagogia hay un pequeño paso no siempre fácil de detectar, al igual que sucede con el salto de la demagogia al populismo.

Ser conscientes del rostro sofista de la política supone tener en cuenta dos elementos. El primero exige guardar la distancia debida, esa sana prudencia que nos invita a seguir con escepticismo las grandes palabras que utilizan los partidos. El segundo, casi de forma paradójica, nos dice lo contrario: hay que estar atentos a la gramática de la política, porque son las palabras las que encienden las pasiones sociales, atizan el enfrentamiento y, en definitiva, mueven al electorado incluso a costa del bien común. Cualquier análisis sosegado de la realidad debería tener en cuenta ambos factores y ponderarlos con rigor.

Así, por ejemplo, sin el grave conflicto territorial que se ha abierto en Cataluña, resultaría difícil explicar el sentido de los recursos presentados por la Abogacía del Estado contra las ayudas ofrecidas por los ayuntamientos de Pollença y Capdepera a los comercios para rotular en catalán. Entre las consecuencias del procés se encuentra una creciente desconfianza entre las administraciones y la puesta en marcha de distintas dinámicas dentro de los partidos. O, lo que es lo mismo, la crisis catalana sustenta -como reacción- nuevos discursos políticos que obligan a los partidos a posicionarse de cara a las próximas elecciones. Las más inmediatas: las autonómicas y generales de 2019.

El recurso presentado por la Abogacía del Estado ha provocado un tsunami en las filas del PP balear, que necesita huir de un problema -el de la lengua- que internamente le resulta divisivo desde los años de Bauzá. El sector regionalista del partido prefiere ceñirse a la posición clásica de los populares desde tiempos de Cañellas, que fue capaz de pactar la ley de Normalización Lingüística con la mayoría de la cámara. Otro sector, en cambio, acuciado por la subida en intención de voto de Cs, defiende la necesidad de endurecer el discurso en lo que concierne al tema lingüístico. El líder regional Biel Company convocó de urgencia una reunión del partido para buscar una posición común que mitigase la polémica y evitara la división interna. No lo logró, más allá de las significativas palabras pronunciadas a la salida de la sede: "La directriz del PP en el tema de la lengua es clarísima: el partido tiene muy claro que hay dos lenguas oficiales, las queremos las dos y queremos potenciar las dos".

No termina tampoco de entenderse la posición de María Salom al respaldar de forma activa el recurso de la Abogacía del Estado, con el argumento jurídico de que las subvenciones a la rotulación en catalán pueden ir en contra de la cooficialidad de las dos lenguas y el político de que supone una medida de corte nacionalista. Sorprende especialmente si tenemos en cuenta que esta línea de ayudas ha sido apoyada históricamente por los populares en numerosos municipios de la isla, basándose en la necesidad de impulsar el uso de la lengua propia de las islas cuando está en una posición minoritaria, tal y como postula la propia ley de Normalización Lingüística. En estas circunstancias, favorecer las grandes dinámicas de consenso -antes que alimentar nuevas polémicas- resulta especialmente acertado. Si en el debate político siempre anida la serpiente de la sofística, conviene preservar los principales puntos de acuerdo entre los distintos partidos, que necesariamente deben fundamentarse sobre los principios de la lealtad, la concordia y el encuentro. El Partido Popular sufrió en sus propias carnes, la pasada legislatura, lo que supone la ruptura del consenso en materia lingüística y la crisis vivida esta última semana demuestra que no sanaron bien esa herida.