Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Bajo la playa, adoquines

Cincuenta años atrás ardía el barrio latino de París. Huelgas de las dos empresas de coches estrictamente francesas: Renault y Citroën. Barricadas en las calles. Adoquines lanzados contra la policía. Playas bajo los adoquines, en fin, poesía de urgencia. Se ha escrito mucho sobre Mayo 68. Unos, con cierta nostalgia. Otros, tratando de quitarle hierro al asunto, sosteniendo que aquello no fue más que una algarada protagonizada por estudiantes aquejados de tedio. En fin, el principio del relativismo moral que vendría después. Hay Mayo 68 para todos los gustos. Que si, al fin y al cabo, su incidencia fue mínima y rápidamente abortada. Que si, en cualquier caso, su influencia ha sido decisiva y, de alguna manera, ha sentado las bases de una mayor presencia de la sociedad civil. Lo que sí parece claro es que no se trató de una revolución tradicional, pues el objetivo, en principio, no consistió en tomar el poder y sustituirlo por otro. No se trataba de alcanzar la cumbre de la pirámide y, una vez en la cima, desalojar a sus ocupantes para ocupar su lugar. La idea no era tomar ni Bastillas ni Palacios de Invierno.

Fue más bien una especie de fiesta freudomarxista. Entre el malhumor y la risa. No en vano, se trataba de liberar pulsiones, de liberar la energía sexual en una sociedad todavía pacata y fundada en la represión. Malestar de la cultura. Si bien una cierta represión es condición necesaria para fundar las bases de una sociedad más o menos civilizada, tal represión no puede convertirse en un fin ni puede instalarse por mucho tiempo. Las tuberías, tarde o temprano, reventarán. Freud señaló el problema: esas zonas oscuras que habían permanecido reprimidas en el inconsciente, tenían que emerger, salir a la luz. Y eso siempre es conflictivo y necesario a un tiempo. Marx señaló otro problema: el malestar social, la eterna lucha de clases. Sin embargo, Mayo 68 tiene un aroma eminentemente estudiantil e intelectual y mucho menos obrero. Una época en la que las paredes y los muros fueron el soporte de la escritura, bien en forma de ingeniosos eslóganes, bien en forma de aforismos. La escritura dejó de ser patrimonio de los libros, tesis o panfletos para formar parte activa del paisaje urbano. La ciudad amaneció escrita, y los ciudadanos caminaban o corrían por un París escrito, que iban leyendo a su paso. Se rechazó de plano los principios republicanos que encarnaba De Gaulle, pero también la disciplina de partido, en este caso, comunista. El estalinismo como otra forma de represión.

Y, sin embargo, en poco tiempo aquellos transgresores, aquellos que pretendieron poner la sociedad patas arriba, no tardaron mucho tiempo en ir tomando posiciones de preferencia y poder. Todo un sarcasmo que no les hizo enrojecer lo más mínimo. Nada extraño bajo el sol. Eso sí, muchos de ellos, una vez instalados en la cima de la alienante sociedad capitalista, no dudaron en aplicar la misma medicina que ellos habían rechazado. Ni siquiera se tomaron la molestia de envejecer demasiado, aunque fuese para disimular. Ya saben, cosas de la madurez. Ahora bien, tampoco se trata de alargar hasta la vejez una adolescencia combativa por el mero hecho de guardar pleitesía a los principios de Mayo 68. Y tampoco se trata, en verdad, de reprochar a quienes estuvieron en la fiesta su fulgurante cambio de vida. Hay que ser magnánimo con ciertas contradicciones. Quienes se jactan de no haber cambiado de opinión en cincuenta años no merecen mucho crédito. Una señal inequívoca de que se han olvidado de pensar para encastillarse en una juventud perdida. No es coherencia, sino cabezonería. Sin embargo, ahora que predominan las voces que desprestigian en bloque el mayo parisino, me parece excesivamente fácil sumarse al festín de su derribo.

Compartir el artículo

stats