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Ramón Aguiló

Un mito caído

Nadie podrá negar que la existencia del mito o de los mitos es un elemento fundamental en la consolidación de las creencias. No hay creencias sin mitos, como bien saben los que han estudiado el fenómeno del nacionalismo. El nazismo es impensable sin el mito de la superioridad de la raza aria; el nacionalismo sin el de la identidad y la gloria del pasado. Pero, con mayor o menor intensidad, los mitos han fecundado la casi totalidad del pensamiento político, de izquierdas y derechas. Han sido elementos estructurales que con su potencia emocional han hecho posible la cohesión de las diversas corrientes ideológicas, dándoles sentido, fortaleza y justificación sentimental. Uno de los mitos que ha cohesionado la memoria sentimental de los perdedores de la Guerra Civil española y de la izquierda, es el enfrentamiento del mutilado general Millán Astray y Miguel de Unamuno en el paraninfo de la universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936. Es la voz del rector y catedrático de griego diciendo "¡Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón y derecho en la lucha", es el grito de Astray "¡Muera la inteligencia! Es la versión de lo ocurrido en aquel día que ha sido cuestionado por el historiador Severiano Delgado tal como recoge el diario El País en su edición del pasado martes. Describe paso a paso cómo se formó la leyenda. Ni Millán Astray gritó ¡muera la inteligencia! Ni Unamuno le interpeló con prosodia y dignidad. Todo se elaboró por Luis Portillo, colaborador del servicio exterior de la BBC en Londres junto a Arturo Barea. Ambos, mediante la gestión de George Orwell, accedieron al escritor Cyril Connolly, editor de la revista de arte y literatura Horizon, para la cual les encargó dos relatos. El de Barea fue un capítulo de su Forja de un rebelde. Portillo compuso la narración de los hechos de Salamanca. Propaganda de guerra, que fue incorporada a otro libro que fue fundamental en la formación de la memoria sentimental de muchísimos de nosotros: La Guerra Civil española de Hugh Thomas que, en algunos aspectos, fue manipulado por los editores de Ruedo Ibérico en su traducción española.

Que hubo rifirrafe entre Astray y Unamuno es cierto, y ello sirve para intentar mantener el mito; pero se desarrolló en términos diferentes a lo narrado, lo que le convirtió en inmortal. Tuvo que ver con la reacción de Astray ante unos elogios de Unamuno a la figura de José Rizal, uno de los héroes de la independencia de Filipinas. Lo que parece estar en cuestión es la versión heroica de Portillo, que alimentó el mito del vasco sumo sacerdote de la inteligencia enfrentándose a la bestia fascista. Unamuno, polémico contra "los hunos y los hotros", ácrata, socialista, liberal, republicano y decepcionado de la república, valiente contra el propio fascismo cuyo golpe de Estado había inicialmente apoyado, protagonizó el mito del que bebimos los que a los dieciocho años leímos La agonía del cristianismo, Niebla, San Manuel Bueno mártir. Un autor reclamado por los falangistas y encuadrado por parte de la crítica literaria, como el resto de pertenecientes a la generación del noventa y ocho, como precursor del casticismo y del nacionalismo español del siglo XX, que se reivindicaba contra la barbarie fascista, pasó a formar parte inseparable de nuestra educación sentimental, de una visión edulcorada de la República y de la concepción de la Guerra Civil como una guerra entre el bien y el mal de la que el mal salió triunfante. Esta decantación fue posible por la realidad vivida en la adolescencia del criminal y sórdido régimen de la dictadura franquista. Fueron necesarios años de sedimentación ideológica y la lectura de autores tan indispensables como Josep Pla, Gaziel, Manuel Chaves Nogales, para formarse una idea más ecuánime de la convulsa realidad española de los años treinta.

Es inevitable pensar que una sociedad sin mitos fundacionales es una sociedad en la que las creencias dejan de ser el factor aglutinante de la dinámica social. Algunos autores pensarán que sin ellos se desvanecen los impulsos colectivos que fortalecen las identidades ideológicas y comunitarias y que, con ellos, desaparecen los aglutinantes que permiten hablar de la sociedad como un todo, dejando a los individuos vulnerables ante los embates de la división, la incertidumbre y la inseguridad. Pero tales situaciones, como hemos visto en Europa y podemos ver en Cataluña, han sido provocados precisamente por el mito fundacional de la identidad colectiva. Está por aparecer en la historia la epifanía de un tiempo sin mitos centrado en las libertades individuales y en la herencia de una Ilustración depurada de la tentación de hacer de la razón un absoluto y no un instrumento para asegurar la dignidad humana. Lo escribió Hölderlin: Quien quiere hacer de la tierra el cielo construye un infierno. Algunos pensarán que el reto es de resultados demasiado inciertos. Y quien dedique algún tiempo a analizar cómo se comportan los individuos, los políticos, los Estados, quien dirija su mirada, por ejemplo, a la demagogia, al oportunismo, a la insoportable levedad de la política española, a la nueva identidad feminista, a las pulsiones de las masas dispuestas al linchamiento, pensará que el reto es sencillamente imposible. Puede ser. Pero después del último mito caído de mi educación sentimental, me siento más solo, pero también más libre.

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